miércoles, 30 de julio de 2008

El petróleo y el estado mexicano

Es la pólemica actual, la izquierda se niega y la derecha lo promueve, el caso es que podríamos ver los últimos días de la legendaria PEMEX.
Desde la histórica expropiación hecha por el presidente Cárdenas, en que el pueblo ayudó a pagar las indeminzaciones y festejó la compra de "su" empresa. Pero el gusto le duró poco, puesto que PEMEX, y siendo el petróleo motor de nuestra civilización, se convirtió en la mina de oro del PRI, que lo explotó sin misericordia, no recuerdan cuando el famoso Chava, el líder de PEMEX, se iba a Las Vegas a jugarse dos millones de dólares los fines de semana. Y eso que no hablamos de las prestaciones de los obreros, cuando yo era niño conocí a un señor jubilado de PEMEX, que mientras mi viejo se rompía el lomo para apenas sacar para mantener nuestra casa, el señor aquel ya no se preocupaba por su futuro, se había comprado un depto de lujo. Sólo salía al parque a recordar a sus amantes.
Pero el tiempo no perdona, y el saqueo no puede eternizarse.
Hoy Pemex es una industria vieja, anquilosada, aunque todavía mantiene al país y la clase gobernante. El petróleo es cada día más valioso y Pemex, con sus técnicas de los 60, ya no es operativa, ni el gobierno es capaz de actualizarla, por lo que lo único camino es... venderla al mejor postor, de la misma manera como se remataron todas las empresas del gobierno en los 70 y 80. La experiencia dice que la publicidad por tele siempre ha convencido al popolo de lo que mejor le conviene es lo dice papá gobierno, así que aunque la izquierda haga berrinche e invoque la constitución, al pueblo, como diría el gober piadoso:
"!Le vale madre!".
Y después de un tiempo nos venderán, a precio de oro, nuestro propio petróleo convertido en gasolina, gas y plásticos y otros derivados.

Eso sólo sucede en México, país en el que todo es posible.

martes, 29 de julio de 2008

Algunos pasos en la carrera de escritor

Como ahora está de moda tomar los textos hallados en Internet para hacer libros, reseñas y reportajes de televisión, en programas tan educativos como "Los 10 videos más chistosos" pongo ahora mi cooperación, con este texto tan terrible de lo que debe pasar un escritor en su fugaz carrera.



Como me decía mi madre: “No hay nada malo en escribir, siempre y cuando lo hagas por tu lado y te laves las manos después”.

Como me decía mi padre: “Escribe, haz lo que quieras, siempre supe que me habías salido raro”.

Como me decía mi hermano el mayor: “Ta´ bien que escribas, faltaba más, algo debes hacer encerrado en casa... Oye ¿y si mejor sales con chavas?”.

Como me decía mi maestra de español en primaria: “Escribir es un proceso creativo interesante aún en niños como tú... sigue, sigue, pero antes aprende ortografía.

Cómo decía mi primera novia: “Qué bonito que escribas, ¿no podrías hacerlo después?”.

Cómo decía mi primer jefe: “Lo que debes escribir son las facturas, güey; no, mejor, escribe tu renuncia”.

Cómo decía mi primer maestro de taller literario: “Escribe, así es como se hace un escritor, llenando páginas y páginas, desechando, desbrozando, destruyendo. Diez versiones harán un cuento mediano. Si echando a perder se aprende, tú estas aprendiendo magníficamente.

Cómo decía mi primer presentador ante un público: “Aquí el compañero escribe. Así como lo ven es un artista. Nadie entiende lo que escribe, pero artista al fin y al cabo. ¿Y quien mejor que él para decir unas palabras este día de la madre?

Cómo decía mi primer editor: “¿Así que usted escribe? No podemos decir que sea muy original. Hay miles de escritores. Bueno, no importa. Vamos a ver si tenemos lugar para ti en la revista, alguna página que sobre... ¿¿¿Pagar??? ¿Quién paga en este país? Sí quieres, puedes colaborar,
vender unos ejemplares de Letras Nuevísimas, al menos en la que vas a salir... eso si sales...”.

Cómo decían cuando pedía trabajo: “De acuerdo, escribe, pero ¿Qué sabe hacer?”.

Cómo decía mi primer crítico: “¿¿Escribe??”.

Cómo decía el presentador de mi primer premio: “El joven ganador del concurso, aquí presente, es un valor de las letras del estado, y le entregamos esta licuadora de tres velocidades por tener el número...”.

Cómo decía mi mejor amigo: “Me caes bien aunque escribas, todos tenemos nuestros vicios secretos”.

Cómo decía mi segundo editor: “¿Pagar? Deberías estar agradecido que saliste en Letras Renuevísimas, el arte jamás se vende, se regala, si no, no es arte. Y para la próxima corrige mejor las faltas de ortografía, tuvimos que pagarle a un corrector de estilo para que arreglara tu
original”.

Cómo decía mi primer mecenas: “Admiro tu estilo, tu precisión, el sentimiento de tus frases, la dulzura explícita de tu prosa, pero las tarjetas deben ser más graciosas, algo así cómo ‘¿Quieres
cumplir otro año?”, se abre la tarjetita y se lee, “¡de acuerdo, pero recuerda que se están acabando!’. Ya sabes: algo gracioso.
¿Por qué te quejas?, después de todo te estoy pagando para que escribas.

Como dije en una entrevista que nunca se publicó: “Escribir es
un placer”.

viernes, 25 de julio de 2008

Me acaba de hablar una mamoncísima vieja peleonera, para destruirme por culpa de errores astrólogicos en la Agenda, una señora con odio, con ganas de insultar, pero como la desgraciada se ocultaba detrás del teléfono, muy valiente. Al menos pude resistir las ganas de mandarla a la China y sólo dije con amabilidad e hipocresía: "Gracias por su llamada" aunque temblaba por las ganas de darle una patada en las nalgas que la mandara lejos, muy lejos. Qué gente tan pinche, verdá de Dios.

Y para que lean y olviden episodios como el anterior, les dejo un cuento de Robert E. Howard, un asgardiano escritor texano, que no pudo sobrevivir a la muerte de su madre, por lo que decidió darse un tiro para seguirla al más allá. Howard tenía treinta y tantos años al momento de su suicidio y quién sabe que hubiera sido de su carrera como escritor, por lo pronto es el creador de Conan y Red Sonja y de un mundo bárbaro pre-civilización muy atractivo.



EL VALLE DEL GUSANO

Robert E. Howard

Os hablaré de Niord y el Gusano. Anteriormente habréis oído la historia de muchos modos, donde el héroe era llamado Tyr, o Perseo, o Sigfrido, o Beowulf, o san Jorge. Pero fue Niord quien se enfrentó a la criatura aborrecible y demoniaca que surgió arrastrándose del infierno, y del enfrentamiento surgió el ciclo de historias heroicas que desciende por las eras hasta que la misma sustancia de la verdad se pierde y pasa al limbo de todas las leyendas olvidadas. Sé de lo que estoy hablando, pues yo era Niord.
Mientras yazgo aquí aguardando a la muerte, que repta lentamente sobre mí como una babosa ciega, mis sueños están llenos de visiones resplandecientes y de un cortejo glorioso. No sueño con la vida monótona y desgarrada por la enfermedad de James Allison, sino con todas las brillantes figuras del gran cortejo que han pasado antes, y que vendrán después; pues he vislumbrado débilmente no sólo las formas que se arrastran detrás, sino las que vienen luego, como un hombre en un largo desfile vislumbra, muy por delante, la línea de figuras que le precede serpenteando sobre una colina lejana, figuras recortadas como sombras contra el cielo. Soy a la vez una y todas las formas, disfraces y máscaras que han existido en el cortejo, que existen y que existirán como las manifestaciones visibles de ese elusivo e intangible pero vitalmente existente espíritu que ahora se pasea bajo el breve y temporal nombre de James Allison.
Cada hombre y mujer en la tierra es parte y todo de una caravana similar de formas y seres. Pero no pueden recordarlo... sus mentes no pueden salvar los abruptos y horribles golfos de negrura que yacen entre esas formas inestables, y que el espíritu, alma o ego, al abrazarlos, se sacude de sus máscaras de carne. Yo recuerdo. El por qué puedo recordar es la más extraña de todas las historias; pero mientras yazgo aquí con las negras alas de la muerte desplegándose lentamente sobre mí, todos los pliegues borrosos de mis vidas previas tiemblan ante mis ojos, y me veo a mí mismo en muchas formas y disfraces: fanfarrón, presuntuoso, temerario, enamorado, estúpido, todo lo que los hombres han sido o serán.
He sido hombre en muchas tierras y muchas condiciones; pero -y esta es otra cosa extraña- mi línea de reencarnaciones corre en línea recta siguiendo un canal inequívoco. Nunca he sido otra cosa que un hombre de esa raza inquieta que los hombres llamaron en tiempos Nordheim y más tarde Arios, y que hoy llaman con muchas designaciones y nombres. Su historia es mi historia, del primer gemido maullante de un cachorro de mono blanco y sin pelo en la desolación ártica; hasta el grito de muerte del último producto degenerado de la civilización definitiva, en alguna era del futuro borrosa e imposible de imaginar.
Mi nombre ha sido Hialmar, Tyr, Bragi, Bran, Horsa, Eric y John. Recorrí con las manos ensangrentadas las calles abandonadas de Roma tras Brennus, el de la cabellera amarilla; vagué a través de las plantaciones arrasadas con Alarico y sus godos cuando las llamas de las villas que ardían iluminaban la tierra como el día y un imperio daba sus últimas boqueadas bajo nuestros pies calzados con sandalias; vadeé, espada en mano, el espumeante oleaje desde la galera de Hengist para fundar los cimientos de Inglaterra en la sangre y el pillaje; cuando Leif el Afortunado avistó las grandes playas blancas de un mundo ignoto, yo estaba en pie a su lado en la cubierta de la nave -dragón, mi barba dorada volando al viento; y cuando Godofredo de Bouillon condujo a sus cruzados más allá de los muros de Jerusalén, yo estaba entre ellos con mi casco de acero y mi brigantina.
Pero no hablaré de ninguna de estas cosas. Os llevaré conmigo de vuelta a una era junto a la cual la de Brennus y Roma es como el ayer. Os llevaré de vuelta no meramente a través de siglos o milenios, sino de eras y edades oscuras ignoradas por el más atrevido de los filósofos. ¡Oh, lejos, lejos y más lejos os aventuraréis en la noche del Pasado antes de que ganéis las fronteras de mi raza, de ojos azules, de amarilla cabellera, vagabundos, asesinos, amantes, fuertes en la rapiña y en el viaje!
Es de la aventura de Niord y el exterminio del Gusano de la que os hablaré... la raíz de la que brota todo un ciclo de histor ias heroicas que aún no ha llegado a su fin, la espantosa realidad subyacente que acecha tras los mitos distorsionados por el tiempo de dragones, demonios y monstruos. Pero no es sólo con la boca de Niord con la que hablaré. Soy James Allison no menos de lo que fui Niord, y mientras narro la historia, interpretaré algunos de sus pensamientos, sueños y hazañas por boca del yo moderno, para que la saga de Niord no sea para vosotros un caos carente de significado. Su sangre es la vuestra, hijos de los Arios; pero amplios golfos neblinosos de eones yacen horripilantes entremedio, y las hazañas y los sueños de Niord os parecen tan ajenos a los vuestros como el bosque primordial dominado por el león parece ajeno a la calle ciudadana de blancos muros.
Era un mundo extraño aquel en el que Niord vivió, amó y luchó, hace tanto tiempo que ni siquiera mi memoria, que abarca eones, puede reconocer sus límites. Desde entonces la superficie de la tierra ha cambiado, no una, sino una veintena de veces; los continentes se han alzado y hundido, los mares han cambiado sus lechos y los ríos su curso, los glaciares han crecido y menguado, y las mismas estrellas y constelaciones se han alterado y desviado.
Hace tanto tiempo que la cuna de mi raza se hallaba aún en Nordheim. Pero las épicas migraciones de mi pueblo habían empezado ya y tribus de ojos azules y rubia cabellera fluían hacia el este, el sur y el oeste, en viajes de siglos de duración que les llevaban alrededor del mundo y dejaban sus huesos y sus huellas en tierras extrañas y lugares salvajes y desolados. En una de estas migraciones crecí de la infancia a la virilidad. Mi conocimiento del hogar del norte no era sino vagos recuerdos, como sueños recordados a medias, de blancas y cegadoras llanuras nevadas y campos de hielo, de grandes hogueras rugiendo en el círculo de tiendas de piel, de melenas amarillas flotando bajo vientos poderosos y de un sol ocultándose en un lívido pantano de nubes carmesíes ardiendo sobre la nieve pisoteada donde formas oscuras e inmóviles yacían en charcos más rojos que el crepúsculo.
Ese último recuerdo destaca con más claridad que los demás. Era el campo de Jotunheim, se me dijo años después, donde acababa de combatirse esa terrible batalla que fue el Armagedón del pueblo de los Aesir, el tema de un ciclo de canciones heroicas durante largas eras, y que aún vive hoy en los borrosos sueños de Ragnarok y el Goetterdaemmerung. Presencié esa batalla como un niño sollozante; así que debo haber vivido alrededor de... pero no diré la era, pues se me llamaría loco, y tanto los historiadores como los geólogos me lo discutirían.
Pero mis recuerdos de Nordheim eran pocos y tenues, empalidecidos por los recuerdos de ese largo, largo viaje en el que he gastado mi vida. No habíamos mantenido un curso recto, pero nuestro rumbo había sido siempre hacia el sur. A veces nos habíamos detenido un tiempo en fértiles valles de las tierras altas o en ricas llanuras atravesadas por ríos, pero siempre reemprendíamos el camino y no siempre a causa de la sequía o la hambruna. A menudo abandonamos tierras atestadas de caza y frutas silvestres para adentramos en terrenos salvajes. Nos movíamos interminablemente en nuestra senda, empujados sólo por nuestro incansable afán, pero siguiendo ciegamente una ley cósmica, cuyo funcionamiento nunca imaginamos más de lo que lo adivina el ganso salvaje en su vuelo alrededor del mundo.
Así que, finalmente, llegamos al País del Gusano.
Retomaré la historia a partir del momento en que llegamos a colinas recubiertas de junglas que apestaban a podredumbre y pululaban de una vida abundante, donde los tam-tams de un pueblo salvaje se abrían paso incesantemente a través de la noche cálida e irrespirable. Aquel pueblo hizo su aparición para disputamos el paso... hombres bajos, de fuerte construcción, negra cabellera, pintados, feroces, pero, indiscutiblemente, hombres blancos. Conocíamos su estirpe desde tiempos antiguos. Eran pictos y, de todas las razas extrañas, la más feroz. Les habíamos encontrado antes en bosques espesos y en los valles de las tierras altas junto a lagos de montaña. Pero habían pasado muchas lunas desde esos encuentros.
Creo que esta tribu en particular representaba la migración más oriental de la raza. Eran los más primitivos y feroces de todos los que habíamos encontrado. Exhibían ya trazas de características que había notado entre los salvajes negros de los países selváticos, aunque habían morado en estos lugares sólo unas cuantas generaciones. La jungla abismal estaba engulléndoles, obliteraba sus características iniciales y les conformaba a su propio y horripilante molde. Estaban derivando hacia la caza de cabezas, y el canibalismo no era sino un paso que creo debieron llegar a dar antes de extinguirse. Tales cosas son extensiones naturales de la jungla; los pictos no las aprendieron del pueblo negro, pues entonces no había negros en esas colinas. En años posteriores vinieron. del sur, y los pictos los esclavizaron primero y luego fueron absorbidos por ellos. Pero eso no concierne a mi saga de Niord.
Llegamos a ese brutal país de colinas, con sus aullantes abismos de salvajismo y primitivismo negro. Éramos toda una tribu que marchaba a pie, viejos, semejantes a lobos con sus largas barbas y flacos miembros, gigantescos guerreros en la flor de la vida, niños desnudos corriendo a lo largo de la línea de marcha, mujeres con enredados rizos amarillos llevando infantes que nunca lloraban... excepto para gritar de pura rabia.
No recuerdo nuestro número, excepto que éramos unos quinientos combatientes... y por tales entiendo a todos los varones, desde el niño con la fuerza suficiente para alzar un arco, hasta el más viejo de los ancianos. En esa era de loca ferocidad todos éramos combatientes. Nuestras mujeres, cuando eran acorraladas, luchaban como tigresas y he visto a un niño, que aún no era lo bastante grande como para tartamudear palabras articuladas, retorcer la cabeza y hundir sus dientes en el pie que le mataba a pisotones.
¡Oh, éramos luchadores! Dejadme hablar de Niord. Me siento orgulloso de él, más cuando considero el lastimoso cuerpo inválido de James Allison, la máscara inestable que llevo ahora. Niord era alto, de anchos hombros, caderas esbeltas y miembros poderosos. Sus músculos eran largos y abultados, indicando resistencia y velocidad al igual que fuerza. Podía correr todo el día sin cansarse, y poseía tal coordinación que convertía sus movimientos en un relámpago de cegadora velocidad. Si os hablara de toda su fuerza me calificaríais de mentiroso. Pero no hay hombre hoy en día en la tierra lo bastante fuerte para tensar el arco que Niord manejaba con facilidad. El tiro de flecha más largo registrado es el de un arquero turco que envió una saeta a 482 yardas. No había ni un muchacho en mi tribu que no pudiera mejorar tal tiro.
A medida que penetrábamos en la jungla, oímos los tam -tams retumbando en el misterioso valle que dormitaba entre las salvajes colinas, y en una meseta ancha y despejada nos enfrentamos a nuestros enemigos. No creo que estos pictos nos conocieran, ni siquiera por las leyendas, o nunca se habrían aventurado tan osadamente al ataque a campo abierto, aunque nos superaban en numero. Pero no hubo intento alguno de emboscada. Surgieron de entre los arboles, bailando y entonando sus cánticos guerreros, aullando sus bárbaras amenazas. Nuestras cabezas colgarían en la choza de su ídolo y nuestras mujeres de pelo amarillo engendrarían hijos suyos.
¡Jo, jo, jo! Por Ymir, quien rió entonces fue Niord, no James Allison. Al igual que reímos los Aesir al oír sus amenazas... una risa profunda y retumbante que surgía de pechos amplios y poderosos. Nuestra senda había sido trazada con sangre y cenizas á través de muchas tierras. Éramos los asesinos y los saqueadores, marchando espada en mano por el mundo, y que este pueblo nos amenazara despertó nuestro áspero humor.
Nos adelantamos para enfrentarles, desnudos salvo por nuestras pieles de lobo, agitando nuestras espadas de bronce, y nuestro cántico era como el retumbar del trueno en las colinas. Nos lanzaron sus flechas y les devolvimos el fuego. En la arquería no podían compararse a nosotros. Nuestras flechas silbaron en nubes cegadoras entre ellos, derribándolos como hojas de otoño, hasta que aullaron y espumearon como perros rabiosos y se lanzaron al cuerpo a cuerpo. Y nosotros, enloquecidos por la alegría del combate, dejamos los arcos y corrimos para enfrentarnos a ellos, como un amante corre hacia su amor.
¡Por Ymir, fue una batalla como para volverse loco y embriagarse con la matanza y la furia! Los pictos eran tan feroces como nosotros, pero nuestro era el físico superior, el ingenio más agudo y la mente más desarrollada para el combate. Vencimos porque éramos una raza superior, pero no fue una victoria fácil. Los cadáveres sembraban la tierra empapada de sangre; pero al fin rompieron filas, y les derribamos mientras huían, hasta el mismo inicio de los arboles. Os narro esa pelea con palabras escasas e inadecuadas. No puedo pintar la locura, la pestilencia de la sangre y el sudor, el jadeo, el esfuerzo de los músculos, el quebrarse de los huesos bajo los golpes poderosos, el desgarro y laceramiento de la estremecida carne humana; y, por encima de todo, la implacable y abismal calidad salvaje de toda la escena en la que no había regla ni orden, cada hombre luchando como quería o podía. Si así lo hiciera, retrocederíais horrorizados; hasta el yo moderno, conociendo mi estrecho parentesco con esos tiempos, permanece boquiabierto al revivir de nuevo tal carnicería. La piedad no había nacido aún, excepto como capricho individual, y las reglas de la guerra no habían sido soñadas todavía. Era una época en la que cada tribu y cada ser humano luchaba con dientes y uñas desde el nacimiento hasta la muerte, y ninguno daba ni esperaba cuartel.
Así abatimos a los pictos que escapaban, y nuestras mujeres recorrieron el campo para aplastar los sesos de los enemigos heridos con piedras, o cortarles el cuello con cuchillos de cobre. No torturábamos. No éramos más crueles de lo que exigía la vida. La regla de la vida era implacable, pero hoy existe mucha más crueldad caprichosa de la que jamás soñamos nosotros. No era la caprichosa sed de sangre la que nos hacía degollar a los enemigos heridos o cautivos. Era porque sabíamos que nuestras oportunidades de supervivencia se incrementaban con cada enemigo muerto.
Y con todo había ocasionalmente un rastro de compasión individual, y así lo hubo en
esta lucha. Había estado ocupado en un duelo con un enemigo especialmente valeroso.
Su revuelta mata de pelo negro apenas me llegaba a la mejilla, pero era un sólido nudo
de músculos como cables de acero, que apenas si cedían en velocidad de movimientos
al rayo. Tenía una espada de hierro y su escudo cubierto de piel. Yo tenía una maza
nudosa. Ese combate sació incluso mi alma sedienta de batallas. Yo sangraba de una
veintena de heridas antes de que uno de mis terribles golpes restallase aplastando su
escudo como si fuera de cartón, y un instante después mi maza rozó su cabeza sin
protección alguna. ¡Ymir! Incluso ahora me detengo a reír y maravillarme ante la dureza
del cráneo de ese picto. ¡Con seguridad que los hombres de esa era estaban construidos
según un plan mas duro! Ese golpe tendría que haber derramado sus sesos como si fuesen agua. Le dejó horriblemente al descubierto el cuero cabelludo, derribándole inconsciente al suelo, donde le dejé tendido, suponiéndole muerto, mientras me unía a la matanza de los guerreros que huían.

Cuando regresé, hediendo a sudor y sangre, mi garrote horrendamente sucio de sangre y sesos, me di cuenta de que mi oponente estaba recobrando el conocimiento y que una muchacha desnuda y de cabellos revueltos se preparaba a darle el golpe de gracia con una piedra que apenas si podía levantar. Un capricho pasajero me hizo detener el golpe. Había disfrutado del combate y admiraba la dureza diamantina de su cráneo.
Acampamos a corta distancia, quemamos a nuestros muertos en una gran pira y, tras saquear los cadáveres del enemigo, los arrastramos a través de la meseta y los arrojamos al valle para que sirvieran de festín a las hienas, chacales y buitres que ya se estaban reuniendo. Esa noche mantuvimos una estrecha vigilancia pero no fuimos atacados, aunque lejos, en la jungla, podíamos distinguir el resplandor rojizo de las hogueras, y oír débilmente, cuando el viento soplaba en esa dirección, el latir de los tam -tams y gritos y aullidos demoniacos... lamentos por los muertos o meros alaridos bestiales de furia.
Tampoco nos atacaron en los días siguientes. Vendamos las heridas de nuestro cautivo y aprendimos rápidamente su primitivo idioma que, sin embargo, era tan distinto del nuestro que no puedo imaginar que las dos lenguas tuvieran jamás una fuente común.
Su nombre era Grom, y era un gran guerrero cazador según alardeaba. Hablaba sin temor y no nos guardaba rencor, sonriendo ampliamente y exhibiendo dientes como colmillos, sus ojos parecidos a cuentas brillando bajo la enredada melena negra que cubría su estrecha frente. Sus miembros eran de un grosor casi simiesco. Estaba muy interesado en sus capturadores, aunque nunca pudo entender el motivo por el cual había sido perdonado; hasta el final el motivo fue para él un misterio inexplicable. Los pictos obedecían la ley de la supervivencia aún más rígidamente que los Aesir. Como probaban sus costumbres más sedentarias, eran mas prácticos. Nunca vagaron tan lejos o tan a ciegas como nosotros Pero en cada aspecto nosotros éramos la raza superior.
Grom, impresionado por nuestra inteligencia y cualidades guerreras, se ofreció voluntario para ir a las colinas y hacer la paz por nosotros con su gente. No nos importaba demasiado, pero le dejamos ir. Aún no se soñaba en la esclavitud.
Así que Grom regresó con su gente y le olvidamos, excepto en que yo fui a cazar con un poco más de precaución esperando que él se hallara al acecho para hundir una flecha
en mi espalda. Un día oímos el chasquido de los tam-tams y Grom apareció al borde de
la jungla, el rostro hendido por su sonrisa de gorila, con los jefes de los clanes pintados,
ataviados de pieles y adornados con plumas. Nuestra ferocidad les había impresionado y el hecho de que hubiéramos perdonado a Grom les había impresionado aún más. No podían entender la misericordia; evidentemente, les teníamos en tan baja estima que ni nos molestábamos en matar a uno de los suyos cuando estaba en nuestro poder.
Así que la paz se hizo con abundancia de parlamentos, y fue jurada con muchos y extraños votos y rituales... nosotros sólo juramos por Ymir, y un Aesir jamás ha roto tal juramento. Pero ellos juraban por los elementos, por el ídolo sentado en su choza de fetiches donde los fuegos ardían eterna mente y una vieja arrugada aporreaba durante toda la noche un tambor cubierto de cuero, y por otro ser demasiado terrible para ser nombrado.
Luego nos sentamos todos alrededor de las hogueras y comimos carne, y bebimos un feroz brebaje que fermentaban de frutas silvestres, y lo maravilloso es que el festín no acabara en una matanza general; pues aquel licor tenía diablos dentro e hizo retorcerse gusanos en nuestro cerebro. Pero ningún mal resultó de nuestra colosal borrachera, y desde entonces vivimos en paz con nuestros bárbaros vecinos. Nos enseñaron muchas cosas y muchas más aprendieron de nosotros. Pero nos enseñaron a trabajar el hierro, a lo que se habían visto forzados por la falta de cobre en esas colinas, y rápidamente les superamos en ello.
Nos movíamos libremente entre sus aldeas -amasijos de chozas con muros de fango en los claros de la cima de las colinas, ensombrecidos por árboles gigantescos - y les permitimos venir a su albedrío a nuestros campamentos -hileras irregulares de tiendas de piel en la meseta donde la batalla había tenido lugar . Nuestros jóvenes no se interesaban en sus mujeres achaparradas y de ojos parecidos a cuentas, y nuestras esbeltas muchachas de miembros delgados con sus rizadas cabezas amarillas no atraían a los salvajes de pecho velludo. La familiaridad a lo largo de los años habría reducido la repulsión por cada bando, hasta que las dos razas se habrían fundido en una para formar un solo pueblo híbrido, pero mucho antes de eso los Aesir levantaron el campamento y partieron, desvaneciéndose en las neblinas misteriosas del mítico Sur. Pero antes de ese éxodo tuvo lugar el horror del Gusano.
Cacé con Grom y él me condujo a melancólicos valles deshabitados y me hizo ascender a colinas silenciosas donde antes de nosotros ningún hombre había puesto pie. Pero había un valle, perdido en los laberintos del sudoeste, a donde no quería ir. Muñones de rotas columnas, reliquias de una civilización olvidada, se alzaban entre los árboles en el suelo del valle. Mientras permanecíamos en los acantilados que flanqueaban el valle misterioso, Grom me las enseñó, pero no pensaba descender y me disuadió cuando yo quise hacerlo solo. No hablaba claramente del peligro que acechaba allí, pero era mayor que el de la serpiente, el tigre o los trompeteantes elefantes que ocasionalmente vagabundeaban en devastadores rebaños desde el sur.
De todas las bestias, me dijo Grom en su lengua gutural, los pictos temían sólo a Satha, la gran serpiente, y evitaban la jungla donde vivía. Pero había otra cosa que temían, y estaba conectada en cierto modo con el Valle de las Piedras Rotas, como llamaban los pictos a los ruinosos pilares. Hacía mucho tiempo, cuando sus antepasados llegaron por primera vez al país, habían osado penetrar en ese temible valle y todo un clan de los suyos había perecido de repente, de modo horrendo e inexplicable. Por lo menos Grom no lo explicaba. De algún modo el horror había surgido de la tierra, y no era bueno hablar de ello, ya que se creía que hablar de ello -fuera lo que fuera - podía atraerle.
Pero Grom estaba dispuesto a cazar conmigo en cualquier otro lugar, pues era el mayor cazador de los pictos, y muchas y temibles fueron nuestras aventuras. Una vez maté, con la espada de hierro que había forjado con mis propias manos, al más terrible de los animales... el viejo dientes de sable, al que los hombres llaman hoy tigre, pues se parecía más a un tigre que a cualquier otra cosa. En realidad su constitución era mucho más semejante a la del oso, salvo por su inequívoca cabeza felina. Dientes de sable tenía enormes miembros, la cabeza siempre gacha, el cuerpo grande y pesado, y se desvaneció de la tierra porque era un luchador demasiado terrible incluso para esa era implacable. A medida que crecían sus músculos y su ferocidad, su cerebro se empequeñecía hasta que, finalmente, hasta el instinto de autoconservación desapareció.
La naturaleza, que mantiene su equilibrio en tales cosas, le destruyó porque, si sus poderes de superluchador se hubieran aliado con un cerebro inteligente, habría destruido todas las otras formas de vida de la tierra. Era un fenómeno en el camino de la evolución... un desarrollo orgánico que se había vuelto loco y había corrido hasta no ser sino garras y colmillos para la matanza y la destrucción.
Maté al dientes de sable en un combate que formaría una saga por sí mismo, y durante los meses posteriores yací medio delirante con espantosas heridas que hacían menear la cabeza a los guerreros más endurecidos. Los pictos dijeron que nunca un hombre solitario había matado antes a un dientes de sable. Pero me recuperé de mis terribles heridas, para maravilla de todos.
Mientras yacía en las puertas de la muerte hubo una escisión de la tribu. Fue pacífica, como sucedían continuamente y contribuían en gran medida a que el mundo se poblara con las tribus de cabellera amarilla. Cuarenta y cinco de los jóvenes tomaron compañera a la vez y se alejaron para fundar su propio clan. No hubo revuelta; era una costumbre racial que fructificó en todas las eras posteriores, cuando tribus surgidas de las mismas raíces se encontraron, tras siglos de separación, y se cortaron los cuellos entre sí con alegre abandono. La tendencia de los Arios y los pre -Arios era siempre hacia la desunión, los clanes desgajándose del tronco principal y esparciéndose.
Y así, esos jóvenes conducidos por un tal Bragi, mi hermano de armas, tomaron a sus
muchachas y se aventuraron hacia el sudoeste, estableciendo su morada en el Valle de
las Piedras Rotas. Los pictos se escandalizaron, lanzando vagas alusiones a una
maldición monstruosa que reinaba sobre el valle, pero los Aesir rieron. Habíamos
dejado nuestros propios demonios y misterios en las heladas desolaciones del lejano
norte azul y los diablos de otras razas no nos impresionaban en demasía.

Cuando hube recobrado toda mi fortaleza y las tremendas heridas no eran sino cicatrices, ceñí mis armas y crucé la meseta para visitar el clan de Bragi. Grom no me acompañó. No había estado en el campamento de los Aesir desde hacía varios días. Pero yo conocía el camino. Recordaba bien el valle, desde los acantilados en cuya cima lo había contemplado viendo el lago al extremo superior, los árboles espesándose y conviniéndose en bosque en el extremo más bajo. Los costados del valle eran acantilados escarpados y muy altos, y un a gran estribación abrupta a cada extremo lo aislaba del terreno circundante. Era el extremo más bajo, o suroccidental, donde el suelo del valle estaba sembrado de columnas rotas, algunas alzándose entre los árboles, algunas convertidas en pilas de piedras cubiertas de liquen. Nadie sabía qué raza las erigió. Pero Grom había hablado vaga y temerosamente de una monstruosidad peluda y simiesca que bailaba abominablemente bajo la luna al son de flautas demoniacas que provocaban horror y locura.

Crucé la meseta donde se alzaba nuestro campamento, bajé la cuesta, atravesé un valle estrecho y de tupida vegetación, trepé otra cuesta y me interné en las colinas.
Medio día de fácil trayecto me llevó al risco al otro lado del cual se hallaba el valle de
los pilares. Durante muchas millas no había visto señal de vida humana. Todas las
aldeas de los pictos se hallaban muchas millas al este. Coroné el risco y miré hacia el
soñoliento valle con su tranquilo lago azul, sus quietos acantilados y sus columnas rotas
surgiendo de entre los árboles. Busque alguna humareda. No vi ninguna, pero sí buitres
girando en el cielo sobre un grupo de tiendas a la orilla del lago.
Descendí el risco, con cautela, y me acerqué al silencioso campamento. En él me
detuve, helado de miedo. No era fácil impresionarme. Había visto la muerte de muchas
formas y había huido o tomado parte en rojas carnicerías donde la sangre se derramaba
como el agua y la tierra desbordaba de cadáveres. Pero aquí me enfrenté a una
devastación orgánica que me dejó atónito y anonadado. Del clan de Bragi, aún en
embrión, no quedaba nadie vivo y no había ni un cadáver entero. Algunas de las tiendas
de piel seguían en pie. Otras habían sido derribadas y aplastadas, como por un peso
monstruoso, de tal modo que primeramente me pregunté si una manada de elefantes
habría cruzado el campamento en estampida Pero ningún elefante había causado jamás
destrucción tal como la que vi esparcida en el suelo ensangrentado. El campamento era
un amasijo de pedazos de carne y fragmentos de cadáveres... manos, pies, cabezas, trozos de ruinas humanas. Había armas esparcidas, algunas manchadas con un fango verdoso como el que brota de una oruga aplastada.
Ningún enemigo humano podía haber cometido tan horripilante atrocidad. Miré hacia el lago, preguntándome si innombrables monstruos anfibios habían surgido reptando de las tranquilas aguas cuyo azul oscuro hablaba de profundidades insondables. Entonces vi una huella dejada por el destructor. Era un surco como el que podría dejar un gusano titánico, de varias yardas de anchura, serpenteando por el valle. Por donde corría la hierba estaba aplastada, y la vegetación y los arbolillos habían sido apisonados, todo horrendamente manchado de sangre y fango verdoso.
Con una furia enloquecida en mi alma, saqué la espada y empecé a seguirlo cuando una llamada atrajo mi atención. Me di la vuelta para ver una figura fornida que se me aproximaba desde el risco. Era Grom, el picto, y cuando pienso en el valor que debió necesitar para vencer todos los instintos implantados en él por las enseñanzas de la tradición y la experiencia personal, me doy cuenta de lo realmente profunda que era su amistad hacia mí.
Acuclillado junto a la orilla del lago, lanza en mano, sus negros ojos vagando llenos
de miedo por las silenciosas arboledas ondulantes del valle, Grom me habló del horror
que había caído sobre el clan de Bragi bajo la luna. Pero primero me habló de la cosa,
tal y como sus mayores le habían narrado la historia.
Mucho tiempo antes, los pictos habían descendido del oeste en un largo, largo viaje, llegando finalmente a estas colinas cubiertas de jungla donde, porque estaban cansados y porque había abundancia de caza y frutos y ninguna tribu hostil, se detuvieron y construyeron sus aldeas de muros fangosos.
Algunos de ellos, todo un clan de esa numerosa tribu, estableció su residencia en el
Valle de las Piedras Rotas. Descubrieron las columnas y un gran templo en ruinas entre
los árboles, y en ese templo no había altar ni capilla, sólo la boca de un pozo que se
desvanecía en la negrura de la tierra, y en el cual no había peldaños como los que un ser
humano haría y usaría. Construyeron su aldea en el valle y, de noche, bajo la luna, el horror cayó sobre ellos y dejó solo muros rotos y pedazos de carne manchada de fango.

En esos días nada temían los pictos. Los guerreros de los demás clanes se reunieron y
entonaron sus cánticos guerreros y bailaron sus danzas de guerra, y siguieron un gran
rastro de sangre y fango hasta la boca del pozo en el templo. Aullaron su desafío y
lanzaron abajo peñascos que nunca se oyó rebotar en el fondo. Entonces empezó un
agudo y demoniaco sonar de flautas, y del pozo se alzó una espantosa figura antropomórfica que danzaba a los extraños sones de una flauta que sostenía en sus
monstruosas manos. El horror de su apariencia dejó helados de asombro a los feroces
pictos, y siguiéndole de cerca una colosal masa blanca se alzó de la oscuridad subterránea. Del pozo surgió una loca y babeante pesadilla que las flechas penetraban pero no podían detener, a la que las espadas cortaban pero no podían matar. Cayó babeando sobre los guerreros, reduciéndolos a pulpa escarlata, haciéndolos pedazos como un pulpo haría con pececillos, chupando la sangre de sus miembros mutilados devorándolos mientras ellos gritaban y luchaban. Los supervivientes huyeron, perseguidos hasta el mismo risco sobre el cual, aparentemente, el monstruo no podía impulsar su temblorosa masa de montaña.
Tras esto no osaron entrar en el valle silencioso. Pero los muertos vinieron en sueños a sus chamanes y ancianos y les contaron extraños y terribles secretos. Hablaron de una vieja, vieja raza de criaturas medio humanas que habitaron en tiempos este valle y erigieron aquellas columnas para sus propios, extraños e inexplicables propósitos. El monstruo blanco del pozo era su dios, invocado desde los negros abismos del centro de la Tierra a incontable profundidad bajo el negro mantillo, por una brujería ignorada por los hijos del hombre. El ser peludo y antropomórfico era su servidor, creado para servir al dios, un informe espíritu elemental atraído de las profundidades y sellado en carne, orgánico pero más allá del entendimiento de la humanidad. Los antiguos se habían desvanecido tiempo ha en el limbo del que una vez surgieron arrastrándose en el negro amanecer del universo, pero su dios bestial y su esclavo inhumano vivían todavía. En cierto modo, ambos eran orgánicos y podían ser heridos, aunque ningún arma humana había resultado ser lo bastante poderosa para matarles.
Bragi y su clan habían vivido semanas en el valle antes de que el horror atacara. Sólo la noche anterior Grom, cazando sobre los acantilados, y arriesgándose mucho con ello, había sido paralizado por el agudo y demoniaco sonido de flautas y luego por un clamor enloquecido de gritos humanos. Tendido boca abajo en el suelo, ocultando la cabeza entre la hierba, no se había atrevido a moverse, ni siquiera cuando los gritos murieron bajo los revulsivos sonidos babeantes de un horrendo banquete. Cuando llegó el alba se había arrastrado tembloroso hasta los acantilados para mirar hacia el valle y el espectáculo de la devastación, incluso visto de lejos, le había impulsado a una aullante huida hacia las colinas. Pero, finalmente, se le había ocurrido que debería avisar al resto de la tribu y al regresar, en su camino hacia el campamento en la meseta, me había visto entrar en el valle.
Así habló Grom mientras yo permanecía sentado y meditaba secretamente, la mejilla apoyada en mi potente puño. No puedo expresar en palabras modernas el sentimiento del clan que en esos días era una parte vital de cada hombre y mujer. En un mundo donde colmillos y garras acechaban a cada hombre, y las manos de todos los hombres se alzaban contra el individuo, excepto las de su propio clan, el instinto tribal era mucho más que la simple frase que es hoy. Formaba parte del hombre tanto como su corazón o su diestra. Esto era necesario, pues sólo así, agrupados en bandas que no podían romperse, sobrevivió la humanidad en los terribles ambientes del mundo primitivo. Por tanto, la pena personal que sentía por Bragi y sus jóvenes de esbeltos miembros y sus muchachas sonrientes de piel blanca se ahogaba en un mar más profundo de penas y furia cuya intensidad y hondura eran casi cósmicas. Permanecí lúgubremente sentado mientras el picto se acuclillaba ante mí lleno de ansiedad, su mirada puesta en mí la dirigía a las amenazantes profundidades del valle donde las columnas malditas se alzaban como los dientes rotos de viejas mujerzuelas que reían entre las ondulantes espesuras.
Yo, Niord, no usaba en demasía el cerebro. Vivía en un mundo físico, y para pensar por mí estaban los ancianos de la tribu. Pero pertenecía a una raza destinada a convertirse en dominante tanto mental como físicamente, y no era un mero animal musculoso. Allí sentado surgió, primero tenuemente, luego con claridad, una idea que arrancó de mis labios una corta y feroz risotada.Levantándome, le indiqué a Grom que me ayudara y con madera seca, los postes de las tiendas y las rotas astas de las lanzas, construimos una pira en la orilla del lago.
Después, recogimos los horrendos pedazos que habían sido partes del grupo de Bragi, los dispusimos en la pila de madera y la encendimos con acero y pedernal. La humareda espesa y triste ascendió serpenteando hacia el cielo y, volviéndome hacia Grom, le hice que me guiara a la jungla donde acechaba ese horror escamoso, Satha, la gran serpiente. Grom me miró boquiabierto, ni los mayores cazadores pictos buscaban a la gran criatura reptante. Pero mi voluntad era como un vendaval que le arrastraba detrás de mí y, por fin, inició la marcha. Dejamos el valle por su extremo superior, cruzando el risco, sorteando los grandes acantilados y nos sumergimos en las extensiones del sur, pobladas sólo por los hoscos ciudadanos de la jungla. Nos internamos profundamente en ella hasta llegar a una extensión de tierras bajas, negras como la tinta bajo los grandes árboles festoneados de enredaderas, donde nuestros pies se hundían profundamente en el suelo esponjoso, alfombrado por la vegetación podrida, y humedad viscosa rezumaba bajo su presión. Éste, me dijo Grom, era el reino de Satha, la gran serpiente.
Dejadme hablar de Satha. Hoy en la tierra no existe nada igual, ni ha existido durante eras incontables. Como el dinosaurio carnívoro, como el viejo dientes de sable, era demasiado terrible para existir. Incluso entonces era ya la superviviente de una edad más tremenda donde la vida y sus formas eran más crudas y horrendas. No había entonces muchas de su especie, aunque podrían haber existido en gran número en las pestilentes aguas de las vastas junglas pantanosas, al sur, aún más lejos. Era mayor que cualquier pitón de los tiempos modernos y de sus colmillos goteaba un veneno mil veces más letal que el de la reina cobra.
Nunca fue adora da por los pictos de sangre pura, aunque los negros que vinieron después la deificaron, y esa adoración persistió en la raza híbrida que surgió de los negros y sus conquistadores blancos. Pero para otros pueblos era el nadir del maligno horror, y las historias sobre ella se mezclaron con la demonología; de modo que en eras posteriores Satha se convirtió en el mismo diablo de las razas blancas, y los estigios primero la adoraron y luego, cuando se convirtieron en egipcios, abominaron de ella bajo el nombre de Set, la Vieja Serpiente, mientras para los semitas se convirtió en Leviatán y Satanás. Era lo bastante terrible para ser un dios, pues era la muerte reptante.
Había visto a un elefante macho caer muerto de pronto por el mordisco de Satha. La había visto, la había vislumbrado retorcerse en su horripilante camino a través de la espesa jungla, la había visto cobrar su presa, pero nunca la había cazado. Era demasiado horrenda, incluso para quien había matado al dientes de sable.
Pero ahora la cacé, internándome más y más en la cálida e irrespirable pestilencia de su jungla, donde ni su amistad hacia mí podía obligar a Grom a ir más lejos. Me encareció que pintara mi cuerpo y cantara mi canción de muerte antes de avanzar más, pero yo seguí adelante sin prestarle atención.
En un sendero natural que se retorcía entre los árboles dispuse una trampa. Hallé un
gran árbol, blando y de fibra esponjosa, pero de ramaje espeso y pesado, y corté su base
junto al suelo con mi gran espada, dirigiendo su caída de modo que, cuando cayó, su
copa se estrelló en las ramas de un árbol más pequeño, dejándolo inclinado sobre el
sendero, un extremo reposando en la tierra, el otro atrapado en el árbol más pequeño.
Luego corté las ramas del costado inferior y, talando un arbolillo delgado, pero resistente, lo desbrocé y lo puse recto, a modo de estaca de sujeción; bajo el árbol inclinado. Luego, cortando el árbol que lo sostenía, dejé el gran tronco precariamente apoyado en la estaca, a la que até una larga liana, tan gruesa como mi muñeca.
Después, me alejé por la jungla primordial y crepuscular hasta que un avasallador y fétido olor asalto mi olfato, y de la pútrida vegetación frente a mí, Satha alzó su horrenda cabeza, balanceándose mortífera de un lado a otro, mientras su lengua hendida entraba y salía, y sus enormes y terribles ojos amarillos ardían gélidamente clavados en mí, con toda la sabiduría maligna del mundo negro y antiguo que existía cuando el hombre no existía aún. Retrocedí, sin sentir miedo, sintiendo sólo una helada sensación en la columna vertebral, y Satha me siguió sinuosamente, su brillante cuerpo cilíndrico de ochenta pies de largo ondulando sobre la vegetación putrefacta en un silencio mesmérico. Su cabeza en forma de cuña era más gruesa que el cuerpo de un hombre y sus escamas destellaban con mil centelleos cambiantes. Yo era para Satha como un ratón para una cobra real, pero tenia colmillos como nunca los vio ratón alguno. Rápido como era, sabía que no podía evitar el golpe relampagueante de esa gran cabeza triangular; así que no osé dejar que se me aproximara demasiado. Huí astutamente a lo largo del sendero, tras de mí, el avance de aquel corpachón flexible era como el viento que barre la hierba.
No estaba a mucha distancia de mí cuando pasé corriendo bajo la trampa y, cuando la gran forma brillante pasaba deslizándose bajo ella, aferré la liana con ambas manos y tiré desesperadamente. Con gran estruendo, el tronco cayó sobre la escamosa espalda de Satha, a unos seis pies de su cabeza en forma de cuña.
Había esperado romperle la columna, pero creo que no lo conseguí, pues el gran cuerpo se enroscaba y anudaba, la potente cola azotaba y golpeaba segando los arbustos como un látigo gigante. En el instante de la caída, la enorme cabeza había oscilado golpeando el árbol con un impacto terrorífico, los potentes colmillos cortando corteza y madera como cimitarras. Ahora, como consciente de que combatía a un enemigo inanimado, Satha se volvió hacia mí que me hallaba fuera de su alcance. El cuello escamoso se retorció arqueándose, las potentes mandíbulas se abrieron, revelando colmillos de un pie de longitud, de los que goteaba veneno que podría haber quemado la piedra sólida.
Creo que, dada su portentosa fortaleza, Satha podría haberse librado del tronco salvo por una rama rota que se había hundido profundamente en su flanco, aprisionándola como si fuera un anzuelo. Su ruidoso sibilar llenó la jungla y sus ojos me miraron con tal maldad concentrada que me estremecí a pesar mío. ¡Oh, sabía que yo era quien la había atrapado! Me acerqué tanto como me atreví, y con un repentino y potente lanzazo, le atravesé el cuello justo bajo las boqueantes mandíbulas, clavándola al tronco del árbol. Entonces me arriesgué mucho, pues estaba muy lejos de la muerte y sabía que en un instante arrancaría la lanza de la madera y quedaría libre para golpear. Pero en ese instante me adelanté a la carrera y blandiendo mi espada con toda mi enorme fuerza, cercené su terrible cabeza.
Las contorsiones y sacudidas de la forma de Satha viva y aprisionada no eran nada junto a las convulsiones de su decapitada forma en la agonía. Me retiré, arrastrando detrás de mí la gigantesca cabeza con una rama ganchuda, y a una distancia segura de la cola que ondulaba y repartía latigazos, me dispuse al trabajo. Trabajé entonces con la muerte desnuda, y ningún hombre se afanó con mayores precauciones que yo. Pues corté los sacos de veneno en la base de los grandes colmillos, y en el terrible veneno empapé las puntas de once flechas, teniendo cuidado de que sólo las puntas de bronce entraran en el líquido, que de otro modo habría corroído la madera de las resistentes saetas. Mientras hacía esto, Grom, impulsado por la camaradería y la curiosidad, llegó deslizándose nerviosamente por la jungla y su boca se abrió de sorpresa al contemplar la cabeza de Satha.
Durante horas empapé las puntas de las flechas en el veneno, hasta que estuvieron recubiertas de una horrenda escoria verde y pequeños puntos de corrosión aparecieron allí donde el veneno había comido el sólido bronce. Las envolví cuidadosamente en unas hojas grandes y espesas de aspecto gomoso, y después, aunque había caído la noche y las bestias de presa rugían por todos lados, regresé por las colinas selváticas, junto con Grom, hasta que al amanecer llegamos de nuevo a los acantilados que dominaban el valle de las Piedras Rotas.
En la entrada del valle quebré mi lanza y cogí todas las flechas sin envenenar de mi aljaba y las partí. Me pinté la cara y los miembros como se pintan los Aesir sólo cuando se dirigen a una muerte segura, y canté mi canción de muerte al sol que se alzaba sobre los acantilados, mi cabellera amarilla volando al viento matutino.
Luego bajé al valle, el arco en mano.
Grom no pudo decidirse a seguirme. Se tendió en el polvo y aulló como un perro agonizante.
Rebasé el lago y el silencioso campamento donde las cenizas de la pira humeaban todavía y llegué a los tupidos árboles que se hallaban más allá. A mi alrededor se alzaban las columnas, simples montones carentes de forma tras eones incontables. Los árboles eran más espesos, y bajo sus grandes hojas carnosas la propia luz era oscura y maligna. Vi el templo en ruinas como bajo la sombra del crepúsculo, muros ciclópeos que se alzaban sobre masas de cascotes y pétreos bloques caídos. A unas seiscientas yardas ante él se alzaba en un claro una gran columna, de ochenta o noventa pies de altura. Estaba tan gastada y maltratada por la intemperie y el tiempo que cualquier niño de mi tribu podría haberla escalado, y al verla cambié mi plan.
Llegué a las ruinas y vi enormes muros desmoronados sosteniendo un techo cupular del que habían caído muchas piedras, de modo que parecía las costillas cubiertas de liquen de algún esqueleto de un monstruo mítico curvándose sobre mí. Columnas titánicas flanqueaban el umbral cubierto por el que podrían haber pasado diez elefantes de frente. Quizás en tiempos hubo inscripciones y jeroglíficos en los pilares y muros, pero se habían borrado hacia mucho. Alrededor de la gran estancia, en la parte de dentro, había columnas en mejor estado de conservación. En cada una de esas columnas había un achatado pedestal, y algún tenue recuerdo instintivo resucitó vagamente una escena sombría donde negros tambores rugían locamente, y en esos pedestales se acurrucaban de modo aborrecible seres monstruosos en inexplicables rituales enraizados en el negro amanecer del universo.
No había altar alguno... sólo la boca de un gran pozo en el suelo de piedra, con extrañas tallas obscenas en el borde. Arranqué grandes pedazos de piedra del suelo descompuesto y las arrojé al pozo que descendía hasta la oscuridad más absoluta. Las oí rebotar en los costados, pero no las oí golpear el fondo. Arrojé una piedra tras otra, cada una con una desgarradora maldición, y por fin oí un sonido que no era el rugido cada vez más lejano de las piedras que caían. Por el pozo ascendió flotando un extraño y demoniaco sonar de flautas que era una sinfonía de locura. A lo lejos, en la oscuridad inferior, distinguí el temible y tenue brillo de una gran masa blanca.
Me retiré lentamente a medida que el sonar de flautas crecía, retrocediendo a través del enorme umbral. Oí un sonido de roces y golpes y, surgiendo del pozo y cruzando el umbral entre las colosales columnas, emergió danzando una figura increíble. Caminaba erguida como un hombre, pero estaba cubierta de pelo, que era más tupido allá donde debiera hallarse su rostro. Si tenía orejas, nariz y boca no pude descubrirlas. Sólo dos ojos rojizos atisbaban fijamente tras la máscara velluda. Sus manos contrahechas sostenían un extraño juego de flautas en las que soplaba de un modo extraño mientras avanzaba bailoteando hacia mí con grotescos saltos y contorsiones.
Detrás de la criatura oí un sonido obsceno y repulsivo como el de una masa trémula e
inestable alzándose del pozo. Dispuse entonces una flecha, tensé la cuerda y mandé la saeta sibilante hacia la bestia peluda que danzaba monstruosamente. Cayó como herida
por el rayo, más para mi horror las flautas siguieron sonando aunque habían caído de las
manos contrahechas. Entonces di la vuelta y corrí velozmente hacia la columna, por la
que trepé antes de mirar hacia atrás. Cuando llegué al pináculo miré y a causa del
choque y la sorpresa de lo que vi, a punto estuve de caer de mi inestable altura.
El monstruoso morador de la oscuridad había salido del templo y yo, que había esperado un horror que, con todo, estuviera contenido en algún molde terrestre, contemplé un engendro de pesadilla. De qué infierno subterráneo surgió arrastrándose hacía mucho, mucho tiempo no lo sé, si sé qué negra era representaba. Pero no era un animal, tal y como la humanidad los conoce. Le llamaré gusano a falta de término mejor. No hay ningún lenguaje terrestre que tenga nombre para él. Sólo puedo decir que se parecía un poco más a un gusano que a un pulpo, una serpiente o un dinosaurio.
Era blanco y pulposo, y arrastraba por el suelo su masa trémula como un gusano.
Pero tenía grandes tentáculos aplastados y antenas carnosas, y otras probóscides cuyo
uso soy incapaz de explicar. Y tenía una larga extremidad que enrollaba y desenrollaba
como la trompa de un elefante. Sus cuarenta ojos, dispuestos en un horrendo círculo,
estaban compuestos de miles de facetas de otros tantos colores centelleantes que
cambiaban y se alteraban en interminable transmutación. Pero durante tales mudanzas
de tono y brillo, retenían siempre su maligna inteligencia... inteligencia que se hallaba
tras aquellas facetas chispeantes, ni humana ni con todo bestial, sino una inteligencia
demoniaca nacida de la noche tal y como los hombres sienten borrosamente en sueños
latir titánicamente en los negros golfos fuera de nuestro universo material. En tamaño el
monstruo era como una montaña; su masa habría dejado enano a un mastodonte.
Pero incluso mientras me estremecía ante el horror cósmico de la criatura, dispuse una flecha emplumada y la mandé silbando hacia su blanco. La hierba y los arbustos fueron aplastados cuando el monstruo se dirigió hacia mí como una montaña en movimiento y yo envié flecha tras flecha con terrible fuerza y mortífera precisión. No podía errar un blanco tan enorme. Las flechas se hundieron hasta las plumas o se perdieron de vista en la masa inestable, cada una llevando el veneno suficiente como para matar al momento a un elefante macho. Pero siguió viniendo, rápida y asombrosamente, aparentemente insensible tanto a las flechas como al veneno en el que habían sido empapadas. Y todo el tiempo la horrenda música era como un enloquecedor acompañamiento, gimiendo débilmente desde las flautas que yacían en el suelo sin que nadie las tocara.
Mi confianza desapareció; incluso el veneno de Satha era algo fútil ante esta criatura increíble. Lancé mi última flecha casi encima de la temblorosa montaña blanca, tan cerca se hallaba el monstruo bajo mi atalaya. Entonces su color se alteró de pronto. Una oleada de repulsivo azul le recorrió, y la enorme masa se estremeció en convulsiones semejantes a un terremoto. Con un esfuerzo terrible, golpeo la parte inferior de la columna, haciendo pedazos la piedra. Pero en el mismo instante del impacto, salté y caí a través del aire sobre la espalda del monstruo.
La piel esponjosa cedió y se hundió bajo mis pies, y hundí mi espada hasta la empuñadura, removiéndola en la carne pulposa, abriendo una horrenda herida de una yarda de longitud, de la que rezumó un fango verdoso. Entonces el golpe de un tentáculo parecido a un cable me hizo salir despedido de la espalda del titán y me lanzó girando por los aires a trescientos pies de distancia para caer entre un grupo de árboles gigantescos.
El impacto debió romperme la mitad de los huesos, pues cuando intenté aferrar otra vez mi espada y arrastrarme nuevamente al combate, no pude mover ni la mano ni el pie, sólo retorcerme indefenso con la espalda rota. Pero podía ver al monstruo y sabía que había vencido, incluso en la derrota. La masa, semejante a una montaña, temblaba y se retorcía, los tentáculos lanzaban alocados latigazos, las antenas se retorcían y anudaban y la blancura nauseabunda se había convertido en un repugnante verde pálido.
Giró pesadamente y se arrastró hacia el templo, moviéndose como un navío maltrecho bajo un pesado oleaje. Los árboles cayeron y se hicieron astillas cuando el monstruo se apoyó en ellos.
Lloré de pura furia al no poder coger mi espada y precipitarme a la muerte saciando mi locura frenética dando poderosos golpes. Pero el dios -gusano estaba herido de muerte y no necesitaba mi fútil espada. Las demoniacas flautas del suelo continuaron su infernal melodía, que era como el lamento fúnebre del demonio. Luego, mientras el monstruo giraba y se estremecía, le vi recoger el cadáver de su peludo esclavo. Por un instante la forma simiesca colgó en el aire, aferrada por la probóscide parecida a una trompa, luego fue estrellada contra el muro del templo con una fuerza que redujo el cuerpo velludo a mera pulpa informe. Ante eso las flautas lanzaron un horrendo chillido y después callaron para siempre.
El titán se tambaleó al borde del pozo y otro cambio se produjo en él... una temible transformación que aún no puedo describir. Incluso a hora, cuando intento pensar claramente en ella, sólo soy caóticamente consciente de una blasfema y antinatural transmutación de forma y sustancia, estremecedora e indescriptible. Luego la masa extrañamente alterada se precipitó al pozo para caer rodando hacia la oscuridad definitiva de la que vino, y supe que estaba muerta. Y mientras se desvanecía en el pozo, con un gemido desgarrador y chirriante, los muros ruinosos se estremecieron de la cúpula a los cimientos. Se curvaron hacia dentro y se doblaron con una reverberación ensordecedora, las columnas se partieron y con un estruendo cataclísmico la propia cúpula cayó retumbando. Por un instante el aire pareció velado con los cascotes que caían y el polvo de piedra, a través del que las copas de los árboles se movían locamente como en una tormenta o en las convulsiones de un terremoto. Después todo se aclaró de nuevo y miré, apartando la sangre de mis ojos. Donde se había alzado el templo yacía sólo una pila colosal de cascotes y piedras rotas, y cada columna del valle había caído, reducida a pedazos.
En el silencio subsiguiente oí a Grom gemir fúnebremente encima de mí. Le dije que me pusiera la espada en la mano y así lo hizo y se inclinó junto a mí para escuchar lo que tenía que decir, pues mi vida se apagaba rápidamente.
-Que mi tribu recuerde -dije, hablando lentamente-. Que la historia sea contada de
aldea en aldea, de campamento en campamento, de tribu a tribu, de modo que los
hombres puedan saber que ni hombre ni bestia ni diablo pueden hacer presa en el pueblo
de dorada cabellera de Asgard y seguir a salvo. Que me construyan un túmulo donde
descanso y que me pongan dentro de él con mi arco y mi espada junto a las manos, para
guardar este valle para siempre; de modo que si el fantasma del dios que maté surge de
las profundidades, mi fantasma esté siempre dispuesto a presentarle batalla.
Y mientras Grom aullaba y se golpeaba su peludo pecho, la muerte vino a mí en el Valle del Gusano.

jueves, 24 de julio de 2008

Mucha basura

1.- Se ha acumulado desde la última vez que escribí aquí, en mi Blog, lo que es una lástima, pues teniendo este medio, prefiero las cagüis o tragarme el coraje o sólo mover la cabeza ante el mundo que me tocó vivir.
No me gustan muchas cosas: lo primero es la gente, todo ensucia, todo denigra, todo mancha, allá donde vivo, en el barrio, cada días hay más niñas embarazadas, hijas a su vez de mujeres ignorantes, que dejaron todo el peso de la educación a unas escuelas que no pueden hacer nada ante la violencia y la sexualidad desbocada de los chamacos calientes y más ignorantes que la mamá, hijos de la miseria y de la media calle... y ahí andan, con su bebé en brazos, él con cara de "ya me embarqué" y ellas con la inocencia, con la sorpresa de cargar un hijo y no saber qué pasará con él.
Yo no esperaba llegar a los 30, puesto que antes me iba a suicidar, o me mataría una enfermedad mutante o el mundo sencillamente iba a tronar... pero nada pasó...
Sólo una catástrofe planetaria podría acabar con la civilización que conocemos, por lo demas todavía le quedan algunos cientos de años antes de que todo reviente, que se acabe el agua, los alimentos y los servicios.

2.- A Salinas Pliego y al tigrito Azcárraga les deben valer una madre y dos con sal lo que opinan los intelectuales acerca de la mierda que lanzan a los hogares día con día. Programas estúpidos y mierderos como hay pocos, ¿y eso ve la gente? ¿eso lo toma como entretenimiento? Que un grupo de chicos guapos y chicas con poca ropa se reúnan en una mesa a decir babosadas y opinar de todo, desde el clítoris de Niurka, hasta los pasones de Frida Guzmán. Pero a los personajes ya mencionados les vale madre, ellos ven engordar su cartera, hasta la ignominia, y bien podemos los críticos mejor apagar la tv y envidiarles su millones, porque el populacho rules.

3- El cine vuelve al papel que desempeñó en los años de la Depresión, ahora que otra nos agobia, a nadie le interesan los filmes intelectuales, excepto a ciertos mamones. Por ello celebro pelis como Wall-e (qué hermosa película) "Planet Terror" de Robert Rodríguez, que es una mamada de zombis, pero asquerosa y simpatiquisíma, sobre todo para los que nos echamos las funciones triples del Teresa (antes que fuera feudo de jotos, bicicletos, locazas, chichifos, mayatones, chacalones y chacalocas).
Esas películas en verdad no hacen olvidar por unos momentos en que época vivimos. ¡Eso es el cine! La pantalla mágica para evadir la realidad. No el espejo de realizadores orgánicos para contar sus traumas .

4.- La literatura vive un momento en verdad terrible, y eso que no hablo del teatro, que anda por la calle de la amargura, desde hace 20 años se viene dejando atrás la la experimentación, los nuevos autores, por mierdas como las que escribe la Gaby y el Jordy, o por autores tan engreídos a los que no les entiende nada... nada.
En cambio otra Gaby, Baltazar, una chica tan bellísima como talentosa, pero que no encuentra editor, simplemente porque su obra, una prosa poética extraordinaria, no halla lugar en los parámetros actuales, es sorprendente. Juro que si yo tuviera dinero ya le hubiera hecho... no sean malpensados... un libro decente que sorprendería a la raza literaria.

5.- Y ya me voy a echar unas cagüamas, porque la vida no vale nada (José Alfredo Jiménez dixit)