miércoles, 19 de enero de 2011

Uno de duendes

A mi padre, Federico Alba, y su amorosa memoria

Hola ¡Feliz 2011! Hace tiempo que no andaba por acá, desde que me hice fanático de Tuiter, es muy bueno, pero allá no se pueden poner textos largos, como el que acá pondré para estrenar año.
Este relato lo escuché de niño, de labios de su protagonista, un amigo de Don Federiquito Alba que le decían “El marris”, quizá por cachetón y fornido, o porque hablaba muy fuerte. El amigo en cuestión tenía un camioncito y se dedicaba al transporte de plantas de ornato, sencillas o exóticas, entrar a la parte trasera de su camión era como entrar a la selva, además traía en la guantera una .45 para que lo librara de todo mal, fue la primera vez que toqué un arma.
Además presumía de conocer casi todo el país por carretera, lo que en aquellos años era una hazaña.
Así que una vez que mi papá le invitó un café en la casa nos contó la siguiente historia, que nunca olvidé, y que ahora transcribo para ustedes.
“Andaba yo por Oaxaca, por Veracruz, en esa zona inexplorada que se llama “Los Chimalapas” (en 1969 era como el Amazonas) y no me acuerdo a dónde quería llegar rápido, así que agarré un atajo, que según yo me ahorraría medio día, pero aquel camino con el tiempo se convirtió en una simple zanja llena de lodo por la que era difícil avanzar. Ya de tarde llegué a un pueblito y me dijeron que todavía me tardaría como 4 horas en atravesar la selva, pero que mejor no lo hiciera, porque allí vivían a quienes no les gustaban los extraños y sus camiones que sólo iban a robarse la selva y que ellos salían de noche y más me valía no conocerlos.
No me reí, por respeto a sus creencias, pero les dije que no se preocuparan, que a mí no me espantaba nada (y traía la .45 lista) Además ¿Qué podía ser? Ni modo que caníbales y si se trataba de jaguares, o víboras u otras cosas, pues bastaba con cerrar el camión y a ver cómo abrían los méndigos. Me invitaron a cenar, y me volvieron a rogar que no me fuera, que ya era de noche, que caería neblina y podía voltearme. Pero de nuevo les agradecí sus atenciones y me subí al camión.
¡Y qué noche! Al principio estaba llena de estrellas, pero al pasar el tiempo fue cayendo la niebla, al grado de que después de una hora consideré que no podía seguir adelante, sin peligro de sufrir algún accidente. Salí del camión y escuché la selva viva, como sólo los que la han escuchado saben a qué me refiero, oriné al lado del camión y me dispuse a dormir. No prendí las luces porque por aquel camino yo sabía que nadie se atrevería a esas horas. Sólo dejé una diminuta rendija para que no entraran alimañas, corté cartucho y me acomodé en el asiento para dormir…
Desperté en la madrugada, porque escuché ruidos, no eran gruñidos, ni golpes de algo pesado, sino como niños, que corrían por la lona y el techo de la cabina, ¿pero niños ahí y a esa hora? A lo mejor soñaba, y decidí no investigar, pero comenzaron a tocar las puertas y a decir algo que no entendía, mientras seguían las risas, cosa rara, la selva estaba terriblemente callada, ni los sapos se escuchaban, y me dio miedo, se me erizó el cabello y me quedé paralizado, escuchando aquel alboroto, pensando que tenía una pesadilla y viendo las estrellas a través del parabrisas y bañado en sudor por el miedo y el calor. Nunca quise asomarme a averiguar que hacía aquellos ruidos…
Hasta que ahí, subido en el parabrisas lo vi, un hombre diminuto, que se reía y algo me decía mientras me hacía señas con las manos de que me acercara, vestido así como pintan a los mayas… ¡No señor Federico, yo creo que hasta me ganó! Me aterroricé, no me acordé de la pistola ni de nada, ni gritar podía, cerré los ojos y me voltíe contra el asiento y me puse a rezar de que no se metieran al camión.
Con el tiempo las risas y el ruido se acabaron. Cuando salió el sol, junté valor para salir y vi las huellitas que habían quedado por todos lados. Me subí al camión y me regresé, no quería que me volviera a agarrar la noche ahí.
Y los señores del pueblo cuando me vieron todo desencajado, se rieron: “Ya ve, le dijimos que a los chaneques les gusta espantar a los que no son de acá, se lo dijimos. No se preocupe, no le hubieran hecho nada, a menos que usted los lastime, pero eso sí, que sustos pegan. Se me hace que no le hicieron porque vieron que usted no se robaba nada de la selva. Véngase a echar un trago pal susto”.
Y sí señor Federico, me tomé el trago y regresé a Veracruz y prometí que nunca volvería por esos lugares, de veras señor Federico, yo vi y escuché a los chaneques, no digo mentiras, y la verdad no quiero volver a verlos”.
Aquella narración me aterrorizó durante mi infancia. Siempre creí en él, al pasar los años elaboré la teoría de que los chaneques se regresaron a las cuevas, porque los blancos les destruyeron sus selvas y sus tesoros, los cocodrilos, los jaguares, las anacondas, y no podían contra las armas y la maldad del hombre. Alguna vez visité la selva con una ecóloga que… (eso es otra historia), y tenía la esperanza de escuchar aquellas voces, pero no vi ni escuché nada.
Nunca volví a ver al “Marris”.

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