No recuerdo bien, debe haber sucedido a fines de los 60 o principios de los 70. Entonces llegar a esa zona no era tan fácil.
Nos levántabamos como a las 8, mi mamá nos daba un vaso de leche, un pan y su bendición, y salíamos rumbo a Tacubaya, de ahí salía un camioncito que llegaba al zócalo de la Magdalena Contreras, que entonces lucía como un pueblo lejano e idílico, para entonces ya eran las 11 de la mañana. Ahí debía esperar uno el otro camión que salía a los Dínamos, que lo hacía cada media hora, y los domingos estaba lleno de gente, así que cuando salía, los paseantes, jóvenes casi todos, se lanzaban como estampida para alcanzar lugar, sin importarles los dos chamacos y su papá que también querían subirse. No sé cómo, pero siempre lográbamos subir, aunque jamás alcánzabamos asiento. Y luego venía el lento, bello y espectacular ascenso por aquellos enormes bosques y barrancas, siempre me horrorizó la idea de que al camión le fallaran los frenos y fuéramos a dar al fondo de aquellos insondables barrancos.
Cuando por fin llegábamos al primer Dínamo, entonces era hora de alcanzar la cima, y ni tardo ni perezoso, mi papá emprendía la subida a paso veloz, mientras yo y el Tomis, ibámos atrás de él sacando la lengua y pregúntandonos por qué caminaba tan rápido. Después de una hora, más o menos, llégabamos a cima y contemplabámos la ciudad desde la quietud de ese lugar, recuerdo el viento fresco, el olor a pino, la quietud, ¡el paraíso! De bajada ya era otra historia, porque entonces mi papá nos enseñaba las características de las plantas, del río, de los insectos, a beber agua pura de las rocas, a mirar el cielo, a cuidar el paso... sin duda que nos enseñó a amar la naturaleza, tal y como él lo hacía. Yo me sentía feliz imaginando que estaba en el terciario y que de pronto vería un caballito prehistórico, o un dyatrima, o un platibelodón, en aquel bosque precioso en el que rara vez veíamos o escúchabamos a alguien a lo lejos. Jamás nos perdimos, porque mi pápá era experto en eso de caminar por el bosque. Una vez vueltos al inicio, el olor de la leña y lso comales hacía agua la boca, cuando Don Federiquito llevaba lana nos compraba unas y un chesco y sí no, era tiempo de sacar las tortugas de queso de puerco con frijoles que había preparado mi mamá y admirar la pared rocosa, mientras mi papá platicaba con los chavales acerca del mejor método de escalada y de cómo él casi se muere en ese intento.
Llegábamos a nuestra casita de noche, todos sudados y enlodados, pero felices de aquellos momentos con la naturaleza, que yo creía serían eternos.
Volví dos décadas despúes, cuando iba a Bachilleres y aquello ya era un desastre; invasiones al bosque, pintas en las rocas del río, basura, basura, basura, gente, gente, gente.
Ya no he vuelto, me dicen que aquellos bosques primigenios son ahora colonias paupérrimas y el peligro de que a uno lo maten, violen o roben en esas veredas que yo conocí desiertas, es un peligro latente.
La ciudad y sus habitantes, monstruos que devoraron y dañaron su ciudad sin sentido, sin conciencia, hasta que un día reviente...
Pero aquellas excursiones, con su gelatina de leche con rompope, jamás las olvidaré.
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