Aldo Alba, noches y días perdidos
Cine, literatura, pedazos de vida... todo narrado desde las calles de la ciudad más peligrosa del mundo
lunes, 25 de junio de 2012
Los vientos que devoran hombres
Recuperando el blog, el siguiente texto me lo inspiró una melodía de Elend.
Los vientos que devoran a los hombres
Una nube roja se levantó de Kadath, los lobos, las hienas, los dientes de sable huyeron con el terror en los ojos, sin volver atrás. No querían enfrentarlo, de nada les servirían colmillos y garras ante los dioses olvidados que quiebran árboles y envenenan el agua.
Sólo una vez, la tribu de los hombres decidió quedarse, mísera soberbia. Los más valientes subieron a las colinas a enfrentarlos. Los vientos que devoran hombres llegaron lentamente, y lo que allí venía destruyó para siempre el alma de cada guerrero, mujer y niño.
No se guardaron crónicas, nadie volvió a esos lugares, en los que deambulaban las sombras de los que esperaron al viento que devora a los hombres.
No han soplado de nuevo, pero, a diferencia del hombre, su tiempo no tiene prisa, un día volverán, entonces ya no quedará nada, sólo el rumor terrible de los vientos que devoran hombres.
viernes, 18 de marzo de 2011
Anécdotas de vinata
¿Quién no tiene una? No se hagan, a menos que sean unos hombres y mujeres envueltos en santidad, todos hemos ido alguna vez, quizá acompañando amigos, o en las brumas del alcohol, no tiene que ser forzosamente en la madrugada, pero curiosamente a esas horas sin sentido suceden las cosas más curiosas, o raras, o lamentables también.
Yo he ido muchas veces, a muchas horas, pero de todas ellas recuerdo cuatro que nunca he olvidado y que son:
1. La primera vez nunca se olvida
Iba yo en Bachilleres, y aquella tarde mis cuates el Juanito, el Greñas y yo, decidimos que la “tarde estaba chelera” así que de inmediato empezamos nuestra primera coperacha con todos los de confianza, les caímos bien, y los amigos fueron generosos, así que en una hora ya habíamos juntado para tres caguis, es decir 9 pesos de aquellos.
Entré con respeto a la vinata, admirando la selección de artículos, y pomos que ahí se vendían, el chinche dependiente, poderoso desde su puesto y dándose cuenta de mi inocencia y temor, me estuvo cotorreando, ya ni me acuerdo qué me dijo, pero estaba muerto de la risa, aunque al final me vendió las chelas, 3 frías y sabrosas caguamas Corona, de aquellas de 900ml.
¡Que felicidad! Pero no duraría, sólo di unos pasos fuera de la vinata y la maldita bolsa se desfondó, aterrado, escuché dos explosiones y un fuerte aroma a cebada, además de las carcajadas de los transeúntes que sin duda se burlaban de mi carita de dolor al ver escurrir por la calle lo que tanto trabajo había costado. El Greñas y el Juanito, no sabían si morirse de risa o mentármela por haber cometido tan grande falta. Al final nos tuvimos que repartir entre tres la que sobrevivió, entre zapes de los cuadernos.
Nunca me volvió a pasar.
2. Pásenle carnales pásenle
En esos tiempos, muchos después de la primera anécdota, yo le hacía al teatro y al performancero, así que siempre andaba cargando utilería variada; que una sotana, que un liguero con medias, que una máscara de la Commedia del Arte, que una .45 de mentiras… Y dio el caso que con mi carnal el Mai Agustín, nos comisionaron para ir a recargar las bebidas de la fiesta. Así que fuimos felices de la vida a cumplir la encomienda en el vochito café del Mai. Era por allá, por los rumbos de la colonia Marte, y llegando a la vinata… una cola enorme de chamacos ebrios.
-¿Qué hacemos?, nos vamos a tardar una hora en salir- Me dijo el Mai.
-Tranquilo, tú sígueme la onda y verás- le contesté con un plan en la cabeza.
Así que nos bajamos con nuestras botellas y la lista de chupe y nos formamos unos minutos… Y entonces yo comencé a actuar como uno de esos ebrios patanes y peligrosos, “Qué me ven cooleros y qué quien sabe qué” y el Mai dando disculpas de que yo andaba empastillado, pero que no había peligro… Y qué voy sacando el cuete (la .45) de utilería, ja, ja, ja, y el Mai en su papel “¡No carnal, tranquilo, no, no son tus enemigos, no vayas a echar bala…” Y ¡milagro!, la cola se abrió en dos, mientras amables, todos solicitaban que nos atendieran primero, je, je, je. Tuvimos suerte, no hay duda, ¿qué tal que si entre todos nos echan bronca? Lo bueno es que tuvimos éxito y repetimos lo mismo en la fiesta con los gandallitas, estuvo cotorra la noche.
3. Conozca a sus capos
Esto no tiene mucho, acaso unos meses. Esa madrugada, mi Compa Torres, la Coma Anita y yo, ya habíamos acabado con la provisión de caguamas, así que decidimos ir a los vinos y licores de Alta Tensión, legendaria vinata que abre día y noche a pesar de las estúpidas leyes del ratero-delegado del Santillán. Eran como las 3 de la mañana, tomamos un taxi y pactamos un precio por ida y vuelta y nos fuimos, en realidad no está lejos de mi cuchitril.
Pero a una cuadra de llegar, el taxista frenó en seco y dijo:
-No me acerco más, ahí están los jefes.
¿Ay guey, pos qué jefes? Pensé. Pero en la plena buena onda gracias a la chela, el Compa y yo nos bajamos del taxi sin miedo, quizá se refería a una banda, o un gañán, pero ¡Qué nos duraban! Pero empezamos a ver una fila de camionetas de lujo, sin placas, y unos gueyis con radio junto a ellas.
Me imaginé de inmediato que nos enfrentaríamos a unos viejos panzones, malosos, con la Desert Eagle en la panza, ¡ahí estaban los capos del barrio!, pensé que nos harían pasar un mal rato. Pero ni modo de dar la vuelta, pos ya ni modo, le dije al Compa…
Contrario a todo lo imaginable, en la vinata había cuatro amables jóvenes, tomando refresco, que nos saludaron con familiaridad y hasta apuraron al dependiente para que nos atendiera ¡Increíble! Aunque la mirada de malditos no la podían esconder. Mi Compa y yo nunca dejamos ver el miedo, así que en cuanto nos dieron las chelas, salimos, dando las buenas noches por supuesto. Y llegamos exultantes a la casa a contarle aquel suceso a Anita.
Desde entonces ya no he salido de madrugada, prefiero aprovisionarme desde temprano.
4. Las noches del “No hay”
Cuando era adolescente, había a unos cuantos pasos de mi casa, una vinata atendida por un guey que era idéntico al “No hay”, quizá ustedes recuerden al personaje de Héctor Suárez, pienso que hasta se inspiró en él, con su overol, su gorrita y sus greñas. Ahí yo no compraba, porque vendían pura marranilla y pomos baratos. Aunque la razón de que lo incluya es que siempre amanecían botellas rotas y cachos de ladrillo y piedras en la banqueta. Y todos los fines de semana, además, un charco de sangre mezclado con alcohol barato.
Eso se repitió por meses, por un par de años, hasta que un día no sólo amaneció un charco, sino que la sangre hacía un río por la avenida y junto con las piedras y los vidrios, estaban los casquillos de alguna arma que había balaceado la cortina y a los de adentro.
Ahora es un negocio de sonido para autos.
Y esas son las anécdotas de vinata, y seguro ustedes tienen la suya.
Yo he ido muchas veces, a muchas horas, pero de todas ellas recuerdo cuatro que nunca he olvidado y que son:
1. La primera vez nunca se olvida
Iba yo en Bachilleres, y aquella tarde mis cuates el Juanito, el Greñas y yo, decidimos que la “tarde estaba chelera” así que de inmediato empezamos nuestra primera coperacha con todos los de confianza, les caímos bien, y los amigos fueron generosos, así que en una hora ya habíamos juntado para tres caguis, es decir 9 pesos de aquellos.
Entré con respeto a la vinata, admirando la selección de artículos, y pomos que ahí se vendían, el chinche dependiente, poderoso desde su puesto y dándose cuenta de mi inocencia y temor, me estuvo cotorreando, ya ni me acuerdo qué me dijo, pero estaba muerto de la risa, aunque al final me vendió las chelas, 3 frías y sabrosas caguamas Corona, de aquellas de 900ml.
¡Que felicidad! Pero no duraría, sólo di unos pasos fuera de la vinata y la maldita bolsa se desfondó, aterrado, escuché dos explosiones y un fuerte aroma a cebada, además de las carcajadas de los transeúntes que sin duda se burlaban de mi carita de dolor al ver escurrir por la calle lo que tanto trabajo había costado. El Greñas y el Juanito, no sabían si morirse de risa o mentármela por haber cometido tan grande falta. Al final nos tuvimos que repartir entre tres la que sobrevivió, entre zapes de los cuadernos.
Nunca me volvió a pasar.
2. Pásenle carnales pásenle
En esos tiempos, muchos después de la primera anécdota, yo le hacía al teatro y al performancero, así que siempre andaba cargando utilería variada; que una sotana, que un liguero con medias, que una máscara de la Commedia del Arte, que una .45 de mentiras… Y dio el caso que con mi carnal el Mai Agustín, nos comisionaron para ir a recargar las bebidas de la fiesta. Así que fuimos felices de la vida a cumplir la encomienda en el vochito café del Mai. Era por allá, por los rumbos de la colonia Marte, y llegando a la vinata… una cola enorme de chamacos ebrios.
-¿Qué hacemos?, nos vamos a tardar una hora en salir- Me dijo el Mai.
-Tranquilo, tú sígueme la onda y verás- le contesté con un plan en la cabeza.
Así que nos bajamos con nuestras botellas y la lista de chupe y nos formamos unos minutos… Y entonces yo comencé a actuar como uno de esos ebrios patanes y peligrosos, “Qué me ven cooleros y qué quien sabe qué” y el Mai dando disculpas de que yo andaba empastillado, pero que no había peligro… Y qué voy sacando el cuete (la .45) de utilería, ja, ja, ja, y el Mai en su papel “¡No carnal, tranquilo, no, no son tus enemigos, no vayas a echar bala…” Y ¡milagro!, la cola se abrió en dos, mientras amables, todos solicitaban que nos atendieran primero, je, je, je. Tuvimos suerte, no hay duda, ¿qué tal que si entre todos nos echan bronca? Lo bueno es que tuvimos éxito y repetimos lo mismo en la fiesta con los gandallitas, estuvo cotorra la noche.
3. Conozca a sus capos
Esto no tiene mucho, acaso unos meses. Esa madrugada, mi Compa Torres, la Coma Anita y yo, ya habíamos acabado con la provisión de caguamas, así que decidimos ir a los vinos y licores de Alta Tensión, legendaria vinata que abre día y noche a pesar de las estúpidas leyes del ratero-delegado del Santillán. Eran como las 3 de la mañana, tomamos un taxi y pactamos un precio por ida y vuelta y nos fuimos, en realidad no está lejos de mi cuchitril.
Pero a una cuadra de llegar, el taxista frenó en seco y dijo:
-No me acerco más, ahí están los jefes.
¿Ay guey, pos qué jefes? Pensé. Pero en la plena buena onda gracias a la chela, el Compa y yo nos bajamos del taxi sin miedo, quizá se refería a una banda, o un gañán, pero ¡Qué nos duraban! Pero empezamos a ver una fila de camionetas de lujo, sin placas, y unos gueyis con radio junto a ellas.
Me imaginé de inmediato que nos enfrentaríamos a unos viejos panzones, malosos, con la Desert Eagle en la panza, ¡ahí estaban los capos del barrio!, pensé que nos harían pasar un mal rato. Pero ni modo de dar la vuelta, pos ya ni modo, le dije al Compa…
Contrario a todo lo imaginable, en la vinata había cuatro amables jóvenes, tomando refresco, que nos saludaron con familiaridad y hasta apuraron al dependiente para que nos atendiera ¡Increíble! Aunque la mirada de malditos no la podían esconder. Mi Compa y yo nunca dejamos ver el miedo, así que en cuanto nos dieron las chelas, salimos, dando las buenas noches por supuesto. Y llegamos exultantes a la casa a contarle aquel suceso a Anita.
Desde entonces ya no he salido de madrugada, prefiero aprovisionarme desde temprano.
4. Las noches del “No hay”
Cuando era adolescente, había a unos cuantos pasos de mi casa, una vinata atendida por un guey que era idéntico al “No hay”, quizá ustedes recuerden al personaje de Héctor Suárez, pienso que hasta se inspiró en él, con su overol, su gorrita y sus greñas. Ahí yo no compraba, porque vendían pura marranilla y pomos baratos. Aunque la razón de que lo incluya es que siempre amanecían botellas rotas y cachos de ladrillo y piedras en la banqueta. Y todos los fines de semana, además, un charco de sangre mezclado con alcohol barato.
Eso se repitió por meses, por un par de años, hasta que un día no sólo amaneció un charco, sino que la sangre hacía un río por la avenida y junto con las piedras y los vidrios, estaban los casquillos de alguna arma que había balaceado la cortina y a los de adentro.
Ahora es un negocio de sonido para autos.
Y esas son las anécdotas de vinata, y seguro ustedes tienen la suya.
jueves, 24 de febrero de 2011
No hay nombre para eso
Yo pensaba que mañana, una fecha tan especial para mí, sería una especie de día “feliz”, pero no es así. Acabo de leer en el portal de Yahoo algo tan espantoso, tan inhumano, tan asqueroso, que me ha hecho caer el alma a los pies. Es cierto que cuando se pierde el control y ya no hay justicia, ni moral ni nada… sólo ansia de poder o el deseo de permanecer en él, y además se cuenta con armas, entonces los únicos que reinan son la violencia o la anarquía. Y el que tiene el monopolio de las armas goza un poder enfermizo que le permite ensañarse contra la población civil.
Así ha sido desde los babilonios… pero a mí me duele lo que me tocó conocer o saber, entre ellas las que nunca he olvidado son cuando los militares centroamericanos abrían los vientres de las embarazados con las bayonetas, o los niños obligados a prostituirse y usados para la pornografía infantil en todo el mundo, o las mutilaciones a machetazos de las guerras tribales en África, o las estúpidas mutilaciones rituales de genitales femeninos, o las mutilaciones y la desfiguración a mujeres en nombres de una “ley” tan absurda como el que la dicta y la ejecuta.
Todo ello habla de personalidades desviadas, de seres enfermos al límite, más de hienas rabiosas que humanos.
Cada una de esas atrocidades me han ensombrecido el corazón, pero esto último me aterroriza porque sucede en mi país, porque habla de cómo los cárteles de la droga son seres desalmados y que si el país cae en manos de ellos, más nos vale buscar el agujero más profundo y no salir ya de él: extorsiones de todos niveles, desde empresarios a la más humilde miscelánea, amenazas, secuestros… y lo que me provoca un nudo en la garganta de terror... Como siempre los civiles, los desarmados, los inocentes, son los que pagan...
“En Río Grande, un hombre que no pudo pagar un secuestro, fue obligado a mirar como un sicario descuartizaba a su hija de ocho años…”
Así ha sido desde los babilonios… pero a mí me duele lo que me tocó conocer o saber, entre ellas las que nunca he olvidado son cuando los militares centroamericanos abrían los vientres de las embarazados con las bayonetas, o los niños obligados a prostituirse y usados para la pornografía infantil en todo el mundo, o las mutilaciones a machetazos de las guerras tribales en África, o las estúpidas mutilaciones rituales de genitales femeninos, o las mutilaciones y la desfiguración a mujeres en nombres de una “ley” tan absurda como el que la dicta y la ejecuta.
Todo ello habla de personalidades desviadas, de seres enfermos al límite, más de hienas rabiosas que humanos.
Cada una de esas atrocidades me han ensombrecido el corazón, pero esto último me aterroriza porque sucede en mi país, porque habla de cómo los cárteles de la droga son seres desalmados y que si el país cae en manos de ellos, más nos vale buscar el agujero más profundo y no salir ya de él: extorsiones de todos niveles, desde empresarios a la más humilde miscelánea, amenazas, secuestros… y lo que me provoca un nudo en la garganta de terror... Como siempre los civiles, los desarmados, los inocentes, son los que pagan...
“En Río Grande, un hombre que no pudo pagar un secuestro, fue obligado a mirar como un sicario descuartizaba a su hija de ocho años…”
martes, 8 de febrero de 2011
Ayer me curé...
Ni siquiera estaba el día esplendoroso y extraordinario
al contrario, las azoteas estaban más sucias que nunca
mi favela más barrio que nunca.
Pero yo era diferente, desde aquellas palabras "Ya no voy a venir" me había sentido mal añorando, pensando, recordando tus caderas...
Casi tres años de obscuridad y de espera.
¿Cuántos modelos se quedaron sin armar? ¿Cuántas figuras sin pintar? ¿Cuantas historias sin contar?
Ayer me curé de ti...
Ni siquiera estaba el día esplendoroso y extraordinario
al contrario, las azoteas estaban más sucias que nunca
mi favela más barrio que nunca.
Pero yo era diferente, desde aquellas palabras "Ya no voy a venir" me había sentido mal añorando, pensando, recordando tus caderas...
Casi tres años de obscuridad y de espera.
¿Cuántos modelos se quedaron sin armar? ¿Cuántas figuras sin pintar? ¿Cuantas historias sin contar?
Ayer me curé de ti...
miércoles, 19 de enero de 2011
Uno de duendes
A mi padre, Federico Alba, y su amorosa memoria
Hola ¡Feliz 2011! Hace tiempo que no andaba por acá, desde que me hice fanático de Tuiter, es muy bueno, pero allá no se pueden poner textos largos, como el que acá pondré para estrenar año.
Este relato lo escuché de niño, de labios de su protagonista, un amigo de Don Federiquito Alba que le decían “El marris”, quizá por cachetón y fornido, o porque hablaba muy fuerte. El amigo en cuestión tenía un camioncito y se dedicaba al transporte de plantas de ornato, sencillas o exóticas, entrar a la parte trasera de su camión era como entrar a la selva, además traía en la guantera una .45 para que lo librara de todo mal, fue la primera vez que toqué un arma.
Además presumía de conocer casi todo el país por carretera, lo que en aquellos años era una hazaña.
Así que una vez que mi papá le invitó un café en la casa nos contó la siguiente historia, que nunca olvidé, y que ahora transcribo para ustedes.
“Andaba yo por Oaxaca, por Veracruz, en esa zona inexplorada que se llama “Los Chimalapas” (en 1969 era como el Amazonas) y no me acuerdo a dónde quería llegar rápido, así que agarré un atajo, que según yo me ahorraría medio día, pero aquel camino con el tiempo se convirtió en una simple zanja llena de lodo por la que era difícil avanzar. Ya de tarde llegué a un pueblito y me dijeron que todavía me tardaría como 4 horas en atravesar la selva, pero que mejor no lo hiciera, porque allí vivían a quienes no les gustaban los extraños y sus camiones que sólo iban a robarse la selva y que ellos salían de noche y más me valía no conocerlos.
No me reí, por respeto a sus creencias, pero les dije que no se preocuparan, que a mí no me espantaba nada (y traía la .45 lista) Además ¿Qué podía ser? Ni modo que caníbales y si se trataba de jaguares, o víboras u otras cosas, pues bastaba con cerrar el camión y a ver cómo abrían los méndigos. Me invitaron a cenar, y me volvieron a rogar que no me fuera, que ya era de noche, que caería neblina y podía voltearme. Pero de nuevo les agradecí sus atenciones y me subí al camión.
¡Y qué noche! Al principio estaba llena de estrellas, pero al pasar el tiempo fue cayendo la niebla, al grado de que después de una hora consideré que no podía seguir adelante, sin peligro de sufrir algún accidente. Salí del camión y escuché la selva viva, como sólo los que la han escuchado saben a qué me refiero, oriné al lado del camión y me dispuse a dormir. No prendí las luces porque por aquel camino yo sabía que nadie se atrevería a esas horas. Sólo dejé una diminuta rendija para que no entraran alimañas, corté cartucho y me acomodé en el asiento para dormir…
Desperté en la madrugada, porque escuché ruidos, no eran gruñidos, ni golpes de algo pesado, sino como niños, que corrían por la lona y el techo de la cabina, ¿pero niños ahí y a esa hora? A lo mejor soñaba, y decidí no investigar, pero comenzaron a tocar las puertas y a decir algo que no entendía, mientras seguían las risas, cosa rara, la selva estaba terriblemente callada, ni los sapos se escuchaban, y me dio miedo, se me erizó el cabello y me quedé paralizado, escuchando aquel alboroto, pensando que tenía una pesadilla y viendo las estrellas a través del parabrisas y bañado en sudor por el miedo y el calor. Nunca quise asomarme a averiguar que hacía aquellos ruidos…
Hasta que ahí, subido en el parabrisas lo vi, un hombre diminuto, que se reía y algo me decía mientras me hacía señas con las manos de que me acercara, vestido así como pintan a los mayas… ¡No señor Federico, yo creo que hasta me ganó! Me aterroricé, no me acordé de la pistola ni de nada, ni gritar podía, cerré los ojos y me voltíe contra el asiento y me puse a rezar de que no se metieran al camión.
Con el tiempo las risas y el ruido se acabaron. Cuando salió el sol, junté valor para salir y vi las huellitas que habían quedado por todos lados. Me subí al camión y me regresé, no quería que me volviera a agarrar la noche ahí.
Y los señores del pueblo cuando me vieron todo desencajado, se rieron: “Ya ve, le dijimos que a los chaneques les gusta espantar a los que no son de acá, se lo dijimos. No se preocupe, no le hubieran hecho nada, a menos que usted los lastime, pero eso sí, que sustos pegan. Se me hace que no le hicieron porque vieron que usted no se robaba nada de la selva. Véngase a echar un trago pal susto”.
Y sí señor Federico, me tomé el trago y regresé a Veracruz y prometí que nunca volvería por esos lugares, de veras señor Federico, yo vi y escuché a los chaneques, no digo mentiras, y la verdad no quiero volver a verlos”.
Aquella narración me aterrorizó durante mi infancia. Siempre creí en él, al pasar los años elaboré la teoría de que los chaneques se regresaron a las cuevas, porque los blancos les destruyeron sus selvas y sus tesoros, los cocodrilos, los jaguares, las anacondas, y no podían contra las armas y la maldad del hombre. Alguna vez visité la selva con una ecóloga que… (eso es otra historia), y tenía la esperanza de escuchar aquellas voces, pero no vi ni escuché nada.
Nunca volví a ver al “Marris”.
Hola ¡Feliz 2011! Hace tiempo que no andaba por acá, desde que me hice fanático de Tuiter, es muy bueno, pero allá no se pueden poner textos largos, como el que acá pondré para estrenar año.
Este relato lo escuché de niño, de labios de su protagonista, un amigo de Don Federiquito Alba que le decían “El marris”, quizá por cachetón y fornido, o porque hablaba muy fuerte. El amigo en cuestión tenía un camioncito y se dedicaba al transporte de plantas de ornato, sencillas o exóticas, entrar a la parte trasera de su camión era como entrar a la selva, además traía en la guantera una .45 para que lo librara de todo mal, fue la primera vez que toqué un arma.
Además presumía de conocer casi todo el país por carretera, lo que en aquellos años era una hazaña.
Así que una vez que mi papá le invitó un café en la casa nos contó la siguiente historia, que nunca olvidé, y que ahora transcribo para ustedes.
“Andaba yo por Oaxaca, por Veracruz, en esa zona inexplorada que se llama “Los Chimalapas” (en 1969 era como el Amazonas) y no me acuerdo a dónde quería llegar rápido, así que agarré un atajo, que según yo me ahorraría medio día, pero aquel camino con el tiempo se convirtió en una simple zanja llena de lodo por la que era difícil avanzar. Ya de tarde llegué a un pueblito y me dijeron que todavía me tardaría como 4 horas en atravesar la selva, pero que mejor no lo hiciera, porque allí vivían a quienes no les gustaban los extraños y sus camiones que sólo iban a robarse la selva y que ellos salían de noche y más me valía no conocerlos.
No me reí, por respeto a sus creencias, pero les dije que no se preocuparan, que a mí no me espantaba nada (y traía la .45 lista) Además ¿Qué podía ser? Ni modo que caníbales y si se trataba de jaguares, o víboras u otras cosas, pues bastaba con cerrar el camión y a ver cómo abrían los méndigos. Me invitaron a cenar, y me volvieron a rogar que no me fuera, que ya era de noche, que caería neblina y podía voltearme. Pero de nuevo les agradecí sus atenciones y me subí al camión.
¡Y qué noche! Al principio estaba llena de estrellas, pero al pasar el tiempo fue cayendo la niebla, al grado de que después de una hora consideré que no podía seguir adelante, sin peligro de sufrir algún accidente. Salí del camión y escuché la selva viva, como sólo los que la han escuchado saben a qué me refiero, oriné al lado del camión y me dispuse a dormir. No prendí las luces porque por aquel camino yo sabía que nadie se atrevería a esas horas. Sólo dejé una diminuta rendija para que no entraran alimañas, corté cartucho y me acomodé en el asiento para dormir…
Desperté en la madrugada, porque escuché ruidos, no eran gruñidos, ni golpes de algo pesado, sino como niños, que corrían por la lona y el techo de la cabina, ¿pero niños ahí y a esa hora? A lo mejor soñaba, y decidí no investigar, pero comenzaron a tocar las puertas y a decir algo que no entendía, mientras seguían las risas, cosa rara, la selva estaba terriblemente callada, ni los sapos se escuchaban, y me dio miedo, se me erizó el cabello y me quedé paralizado, escuchando aquel alboroto, pensando que tenía una pesadilla y viendo las estrellas a través del parabrisas y bañado en sudor por el miedo y el calor. Nunca quise asomarme a averiguar que hacía aquellos ruidos…
Hasta que ahí, subido en el parabrisas lo vi, un hombre diminuto, que se reía y algo me decía mientras me hacía señas con las manos de que me acercara, vestido así como pintan a los mayas… ¡No señor Federico, yo creo que hasta me ganó! Me aterroricé, no me acordé de la pistola ni de nada, ni gritar podía, cerré los ojos y me voltíe contra el asiento y me puse a rezar de que no se metieran al camión.
Con el tiempo las risas y el ruido se acabaron. Cuando salió el sol, junté valor para salir y vi las huellitas que habían quedado por todos lados. Me subí al camión y me regresé, no quería que me volviera a agarrar la noche ahí.
Y los señores del pueblo cuando me vieron todo desencajado, se rieron: “Ya ve, le dijimos que a los chaneques les gusta espantar a los que no son de acá, se lo dijimos. No se preocupe, no le hubieran hecho nada, a menos que usted los lastime, pero eso sí, que sustos pegan. Se me hace que no le hicieron porque vieron que usted no se robaba nada de la selva. Véngase a echar un trago pal susto”.
Y sí señor Federico, me tomé el trago y regresé a Veracruz y prometí que nunca volvería por esos lugares, de veras señor Federico, yo vi y escuché a los chaneques, no digo mentiras, y la verdad no quiero volver a verlos”.
Aquella narración me aterrorizó durante mi infancia. Siempre creí en él, al pasar los años elaboré la teoría de que los chaneques se regresaron a las cuevas, porque los blancos les destruyeron sus selvas y sus tesoros, los cocodrilos, los jaguares, las anacondas, y no podían contra las armas y la maldad del hombre. Alguna vez visité la selva con una ecóloga que… (eso es otra historia), y tenía la esperanza de escuchar aquellas voces, pero no vi ni escuché nada.
Nunca volví a ver al “Marris”.
viernes, 28 de mayo de 2010
Tengan miedo... mucho miedo
Pronto:
Mis top list de todo; libros, pelis, música, mujeres, seres maravillosos, desgraciados que nunca olvidaré, paseos, comida, fiestas, en fin...
Quizá tú seas uno de estos personajes.
Ya era tiempo ¿O no?
Mis top list de todo; libros, pelis, música, mujeres, seres maravillosos, desgraciados que nunca olvidaré, paseos, comida, fiestas, en fin...
Quizá tú seas uno de estos personajes.
Ya era tiempo ¿O no?
miércoles, 26 de mayo de 2010
Excursión a Los Dínamos
No recuerdo bien, debe haber sucedido a fines de los 60 o principios de los 70. Entonces llegar a esa zona no era tan fácil.
Nos levántabamos como a las 8, mi mamá nos daba un vaso de leche, un pan y su bendición, y salíamos rumbo a Tacubaya, de ahí salía un camioncito que llegaba al zócalo de la Magdalena Contreras, que entonces lucía como un pueblo lejano e idílico, para entonces ya eran las 11 de la mañana. Ahí debía esperar uno el otro camión que salía a los Dínamos, que lo hacía cada media hora, y los domingos estaba lleno de gente, así que cuando salía, los paseantes, jóvenes casi todos, se lanzaban como estampida para alcanzar lugar, sin importarles los dos chamacos y su papá que también querían subirse. No sé cómo, pero siempre lográbamos subir, aunque jamás alcánzabamos asiento. Y luego venía el lento, bello y espectacular ascenso por aquellos enormes bosques y barrancas, siempre me horrorizó la idea de que al camión le fallaran los frenos y fuéramos a dar al fondo de aquellos insondables barrancos.
Cuando por fin llegábamos al primer Dínamo, entonces era hora de alcanzar la cima, y ni tardo ni perezoso, mi papá emprendía la subida a paso veloz, mientras yo y el Tomis, ibámos atrás de él sacando la lengua y pregúntandonos por qué caminaba tan rápido. Después de una hora, más o menos, llégabamos a cima y contemplabámos la ciudad desde la quietud de ese lugar, recuerdo el viento fresco, el olor a pino, la quietud, ¡el paraíso! De bajada ya era otra historia, porque entonces mi papá nos enseñaba las características de las plantas, del río, de los insectos, a beber agua pura de las rocas, a mirar el cielo, a cuidar el paso... sin duda que nos enseñó a amar la naturaleza, tal y como él lo hacía. Yo me sentía feliz imaginando que estaba en el terciario y que de pronto vería un caballito prehistórico, o un dyatrima, o un platibelodón, en aquel bosque precioso en el que rara vez veíamos o escúchabamos a alguien a lo lejos. Jamás nos perdimos, porque mi pápá era experto en eso de caminar por el bosque. Una vez vueltos al inicio, el olor de la leña y lso comales hacía agua la boca, cuando Don Federiquito llevaba lana nos compraba unas y un chesco y sí no, era tiempo de sacar las tortugas de queso de puerco con frijoles que había preparado mi mamá y admirar la pared rocosa, mientras mi papá platicaba con los chavales acerca del mejor método de escalada y de cómo él casi se muere en ese intento.
Llegábamos a nuestra casita de noche, todos sudados y enlodados, pero felices de aquellos momentos con la naturaleza, que yo creía serían eternos.
Volví dos décadas despúes, cuando iba a Bachilleres y aquello ya era un desastre; invasiones al bosque, pintas en las rocas del río, basura, basura, basura, gente, gente, gente.
Ya no he vuelto, me dicen que aquellos bosques primigenios son ahora colonias paupérrimas y el peligro de que a uno lo maten, violen o roben en esas veredas que yo conocí desiertas, es un peligro latente.
La ciudad y sus habitantes, monstruos que devoraron y dañaron su ciudad sin sentido, sin conciencia, hasta que un día reviente...
Pero aquellas excursiones, con su gelatina de leche con rompope, jamás las olvidaré.
Nos levántabamos como a las 8, mi mamá nos daba un vaso de leche, un pan y su bendición, y salíamos rumbo a Tacubaya, de ahí salía un camioncito que llegaba al zócalo de la Magdalena Contreras, que entonces lucía como un pueblo lejano e idílico, para entonces ya eran las 11 de la mañana. Ahí debía esperar uno el otro camión que salía a los Dínamos, que lo hacía cada media hora, y los domingos estaba lleno de gente, así que cuando salía, los paseantes, jóvenes casi todos, se lanzaban como estampida para alcanzar lugar, sin importarles los dos chamacos y su papá que también querían subirse. No sé cómo, pero siempre lográbamos subir, aunque jamás alcánzabamos asiento. Y luego venía el lento, bello y espectacular ascenso por aquellos enormes bosques y barrancas, siempre me horrorizó la idea de que al camión le fallaran los frenos y fuéramos a dar al fondo de aquellos insondables barrancos.
Cuando por fin llegábamos al primer Dínamo, entonces era hora de alcanzar la cima, y ni tardo ni perezoso, mi papá emprendía la subida a paso veloz, mientras yo y el Tomis, ibámos atrás de él sacando la lengua y pregúntandonos por qué caminaba tan rápido. Después de una hora, más o menos, llégabamos a cima y contemplabámos la ciudad desde la quietud de ese lugar, recuerdo el viento fresco, el olor a pino, la quietud, ¡el paraíso! De bajada ya era otra historia, porque entonces mi papá nos enseñaba las características de las plantas, del río, de los insectos, a beber agua pura de las rocas, a mirar el cielo, a cuidar el paso... sin duda que nos enseñó a amar la naturaleza, tal y como él lo hacía. Yo me sentía feliz imaginando que estaba en el terciario y que de pronto vería un caballito prehistórico, o un dyatrima, o un platibelodón, en aquel bosque precioso en el que rara vez veíamos o escúchabamos a alguien a lo lejos. Jamás nos perdimos, porque mi pápá era experto en eso de caminar por el bosque. Una vez vueltos al inicio, el olor de la leña y lso comales hacía agua la boca, cuando Don Federiquito llevaba lana nos compraba unas y un chesco y sí no, era tiempo de sacar las tortugas de queso de puerco con frijoles que había preparado mi mamá y admirar la pared rocosa, mientras mi papá platicaba con los chavales acerca del mejor método de escalada y de cómo él casi se muere en ese intento.
Llegábamos a nuestra casita de noche, todos sudados y enlodados, pero felices de aquellos momentos con la naturaleza, que yo creía serían eternos.
Volví dos décadas despúes, cuando iba a Bachilleres y aquello ya era un desastre; invasiones al bosque, pintas en las rocas del río, basura, basura, basura, gente, gente, gente.
Ya no he vuelto, me dicen que aquellos bosques primigenios son ahora colonias paupérrimas y el peligro de que a uno lo maten, violen o roben en esas veredas que yo conocí desiertas, es un peligro latente.
La ciudad y sus habitantes, monstruos que devoraron y dañaron su ciudad sin sentido, sin conciencia, hasta que un día reviente...
Pero aquellas excursiones, con su gelatina de leche con rompope, jamás las olvidaré.
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